Siempre que uno pensaba en color verde, le venían a la cabeza los billetes del mil pesetas. Ahora, con la crisis que se avecina, se nos antojan los billetes de cien euros. También está el verde esmeralda, el verde turquesa, el verde jade o el verde malaquita. Parece que el verde se ha asociado a algo precioso, de gran valor.

Pero la gracia del verde es que está en la naturaleza. El jardín, escribió Eugenio d’Ors, tiene un especial carácter de Templo, es decir, de consagración a lo remoto. Si se restaurase en Barcelona una colección de todas las plantas de Catalunya, esto, para los efectos de la sensibilidad, no sería un jardín botánico; como un pingüe corral no es aún un parque zoológico. Necesitamos el cedro del Líbano y la jirafa.

Desde el tiempo de los romanos, se consideró como una ley, adecuada al placer de los poderosos de la tierra, la posesión de especies raras, procedentes de países exóticos. La pasión intensa por los jardines zoológicos y botánicos fue propia del XVII y XVIII y nació de la curiosidad, de la sensualidad, del ocio culto y opulento de la burguesía holandes.

Barcelona tiene muy poco de botánica, al menos antes de la pandemia del coronavirus. Veremos si hay una “botánica del día después”. Hay cosas: pero son insignificantes. El Jardín Botánico, diseñado por el arquitecto Carles Ferrater, es un proyecto que recoge los jardines de 1888 y los reinstala en 1999. Son todo especies del clima mediterráneo, y no solo de Cataluña sino de los cinco continentes. Pero, más que jardín, es museo. Son plantas en cautividad colocadas en la tierra según un orden geométrico y topográfico preestablecido, sin atender a su diálogo con la fauna animal y con la racionalidad y la sensibilidad humanas.

Con el jardín botánico de la Universitat de Barcelona ocurrió que un día se lo dieron al profesor de farmacia, señor Casaña, que criaba allí cabras lecheras. Otro gallo nos cantara si se lo hubieran dado a Mosén Cinto Verdaguer, por poner un nombre. Los jardines botánicos de Mossèn Costa i Llobera son tan curiosos como desconocidos. Situados en un microclima de la ladera de Montjuic, contienen una variedad de más de 800 cacti de diversos continentes. En 1987 fueron considerados por el New York Times como uno de los diez más bellos del planeta.

Poca botánica queda en los jardines de Montjuic de la Exposición Universal de 1929; y no digamos del fabuloso invernadero de la Exposición de 1888, junto al Castell dels tres dracs en Arc de Triomf, ya abandonado y en estado de semi-ruina. Mientras, el jardín (antes botánico) del Ateneu Barcelonès hace lo que puede por sobrevivir. Pero desde el Ateneu escribió esas Glosas Eugenio d’Ors: “en verano, las alas del sol, clueca cósmica, cobijan, en un silencio recogido, la ciega germinación de las plantas grasas. Y se siente, en los jardines botánicos, asfixia y peste sutiles de incubación”.

Hay en mi columna un tono de eclecticismo realista, un homenaje al Xènius, pero también una invitación a la esperanza del día después del confinamiento. Les invito a una esperanza “botánica”, pues el verde es su color. Habrá billetes de cien euros, pero es necesaria una firme determinación de volver a la naturaleza, de dejarse de mirar el ombligo (también políticamente). Una sana y sensata botánica del día después deberá llevarnos a valorar más nuestra mirada sobre la naturaleza, lo ajeno, lo sorprendente, y a una renovada estética del sentido común.