¿Debe una gran ciudad (o una ciudad de provincias, pero con pretensiones de gran ciudad, como la nuestra) celebrar su fiesta mayor, como hacen en los pueblos? Depende. En principio, uno está a favor de cualquier iniciativa que promueva el jolgorio de la población, pero el concepto de “fiesta mayor” aplicado a una ciudad me chirría un tanto, prefiero que lo hagan suyo los barrios de Barcelona y, sobre todo, Gràcia, cuyos habitantes disfrutan manteniendo la fantasía de que viven en un pueblecito encantador y que cuando salen de él, “bajan a Barcelona”. En ese sentido, conservar la Mercè como fiesta grande de nuestra ciudad es también una maniobra entre bonista y vintage cuyo objetivo es evocar la supervivencia de un mundo rural en el que todos se conocen y se aprecian y beben la misma cerveza caliente y mean en las mismas esquinas y encajan los mismos porrazos de la Guardia Urbana cuando se exceden en su entrega a la xerinola.

Este año, como aperitivo de unas fiestas imposibles por culpa del coronavirus, la administración Colau ha colocado en algunas calles unas mesas como de merendero que inciden en esa línea de, digamos, pensamiento, consistente en considerar la ciudad como un pueblo grande: si la gente es tan tiquismiquis como para negarse a practicar el picnic urbano por temor a que un motorista les sople las croquetas o a que un autobús se los lleve por delante con la mesa incluida, la culpa no es de la alcaldesa, una visionaria cuyas ideas no siempre son comprendidas por el populacho.

Si me apuran, la figura del pregonero también puede resultar irritante por culpa del buenismo vintage ya citado. Se trata de convocar a alguien mínimamente conocido por la población que suelte unas cuantas obviedades progresistas que fomenten el espíritu de equipo y, en las circunstancias actuales, la paciencia del personal. Este año le ha tocado a Tortell Poltrona, al que nunca le he visto la gracia, pero reconozco que la cosa podría haber sido peor: el pregón podría haberle caído a Jordi Pesarrodona, político y payaso comarcal que estos días se juega la inhabilitación (como político y espero también que como payaso) por su actitud levantisca cuando el golpe de estado de octubre del 17. Reconozco, eso sí, que nunca me he llevado bien con los payasos: de pequeño, me daban una mezcla de grima y terror, sobre todo el Augusto -cara blanca, enorme ceja pintada, sonrisa de orate, bombachos, cucurucho en la cabeza: la viva imagen del asesino en serie aquejado de horribles perversiones sexuales-, aunque desde que vi a dos discutiendo por dinero en un pasillo de casa de mis tíos, durante la primera comunión de mi primo, les perdí bastante el miedo. En cualquier caso, coincido con la descripción de Perich: “El payaso ríe por fuera y llora por dentro, motivo por el que suele tener tan poca gracia”.

Ada Colau y Tortell Poltrona, eso sí, forman una pareja perfecta en su género, pues ambos se consideran grandes humanistas. Y supongo que lo importante son los días de asueto que hoy empiezan, uno de esos puentes que tanto nos gustan. La programación musical, a cargo del siempre fiable Jordi Turtós, cuenta con algunas citas de mérito, como la actuación de mi admirada (y generalmente ignorada) Maria Rodés. Y cualquier excusa es buena para tumbarse a la bartola, aunque se trate de un anacronismo como la fiesta mayor de una gran ciudad (o que aspira a serlo). Mientras escribo estas líneas, aún no sé si Torra se ha salido con la suya y ha confinado la Cerdanya, pero espero por su bien que no lo haya hecho: una cosa es que para lo que le queda en el convento se cague dentro, y otra es jorobarles el puente a los pijos -colonos y lazis por igual- que no ven la hora de abandonar esa ciudad a la que, teóricamente, tanto quieren. Cuidado, Quim, que por ahí te hundes: esta ciudad es implacable con lo que realmente importa.