No hace mucho, un conocido me explicó con todo lujo de detalles el caso siguiente. Una empresa tenía sus oficinas en Barcelona. Era una empresa de postín; si te dicen su nombre, como poco te suena. Pero tenía un problema: una alta rotación. Dicho que se entienda, cada año abandonaba la empresa más del 12% de la plantilla, sin contar con bajas por ansiedad y depresión, por encima de la media. Los directivos de la empresa comenzaron a preocuparse por esas cifras de abandono. 

Contrataron a gente que acaba en ing, cantamañanas y engañabobos que recitan de memoria los aforismos de un libro de autoayuda. Cuando llevaban varias sesiones de abrazar árboles, organizar salidas de fin de semana con los trabajadores, sesiones donde el público se descalza, se sienta en el suelo y engancha papeles de colores en una pizarra, todo a precio de oro, el número de desertores se incrementó significativamente. ¡Tantos esfuerzos para mejorar el ambiente de trabajo y ya ves tú qué éxito!

No escarmentaron y acudieron a otros profesionales acabados en ing. Esta vez, gente de traje y corbata. El problema, dijeron, se resolvería instalando un software de gestión de la leche (cito textualmente), porque lo que tenían instalado, aunque funcionaba perfectamente, era “obsoleto”. Pero, además, todo iría mucho mejor con “un ambiente de trabajo adecuado”. Así que la empresa abrió unas nuevas oficinas en las afueras, porque las que tenía en Barcelona no se consideraron adecuadas. 

Después de un costoso traslado y una aparatosa inversión, ¿qué creen que pasó? La rotación se dobló. Se dobló, tal cual. Uno de cada cuatro trabajadores abandonó la empresa transcurrido un año y se redujo drásticamente el número de horas extras que los trabajadores asumían normalmente hasta ese momento. La gente se largaba a la primera oportunidad.

La razón era evidente: los trabajadores no viven en la empresa, sino en sus casas. Es decir, tienen que viajar cada día de su casa a la oficina y viceversa. En transporte público o en automóvil. En este caso, la nueva ubicación de las oficinas era una pesadilla. Suponía emplear autobús, metro y ferrocarril, da igual en qué orden, en hora punta, o madrugar exageradamente para evitar atascos y problemas de aparcamiento. En resumen, para trabajar ocho horas al día tenían que pasar catorce fuera de casa porque a los señores de traje y corbata les pareció lo más adecuado poner las oficinas donde Cristo perdió la sandalia.

No es la primera vez que oigo una historia parecida y no es un caso aislado. ¡Cuántos barceloneses pierden muchas horas de su vida yendo o viniendo del trabajo! Es un problema que comparten las grandes metrópolis de todo el mundo, pero también las metrópolis pequeñitas y de andar por casa, como la de Barcelona. 

Se habla mucho de consumir productos “de proximidad”, pero se habla muy poco del trabajo “de proximidad”, por no decir casi nada. Para disimular, hablan del teletrabajo, pero muchos estudios han demostrado hasta la saciedad que el teletrabajo limita la carrera profesional e incrementa los síntomas de ansiedad o depresión, porque trabajar es también una actividad social y colectiva, es salir de casa y verse con gente. En fin, la polémica está servida.

Hace un siglo, las calles estaban llenas de talleres y fábricas. En nuestra Barcelona, de oficinas y actividades turísticas, porque hoy las fábricas están en las afueras, a tantas horas de viaje a la semana, pero también muchas empresas de servicios. Además, los empleados de hostelería que trabajan en la capital catalana se ven expulsados de la ciudad gracias al precio de los alquileres. No sigo, ya ven por dónde voy. Son muchos los factores que explican 730 millones de viajes en metro y autobús en la metrópoli de Barcelona al año, millón más, millón menos, la mitad obligados por trabajo. En vehículo privado, otro tanto. De media, cada habitante del área metropolitana se ve obligado a realizar cuatro viajes al día en transporte público o vehículo privado.

Es imprescindible convertir las líneas de ferrocarril en líneas de metro y dotarlas de una frecuencia similar, como también extender el metro ligero (el tranvía, para los amigos) por la corona metropolitana y entre Barcelona y alrededores. Etcétera, qué les voy a contar. Pero también sería interesante pensar en el “trabajo de proximidad”, como idea. Aquí lo dejo. Me voy a abrazar árboles y ahora vuelvo.