El momento cumbre de Barcelona en su historia reciente, ha sido, sin lugar a dudas, los Juegos Olímpico de 1992. Este evento produjo un cambio fundamental en la concepción de la propia ciudad: apertura al mar, Puerto Olímpico, grandes infraestructuras …. y, sobre todo, posicionó Barcelona en el mapa de las grandes y más relevantes ciudades del mundo.

Las ventajas de este acontecimiento han perdurado en estos últimos decenios y no se puede entender la Barcelona de hoy sin ese claro impacto. Esta posición de ciudad nos trajo el turismo, la atracción de eventos mundiales, la apuesta del ecosistema emprendedor por ubicarse en nuestra ciudad, la actividad de grandes empresas multinacionales…. Y, gracias a ello, unas mejores tasas de desarrollo económico y de oportunidades laborales para nuestros ciudadanos y el objetivo último de los poderes públicos: mejorar nuestra calidad de vida y esperanza en el futuro.

Evidentemente, la actividad de nuestras instituciones y la calidad de nuestras políticas son fundamentales para el desarrollo.

Ya han pasado 27 años desde la cita olímpica y excepto el Fórum de las culturas, denostado evento que tuvo un impacto urbanístico inmejorable como fue el desarrollo del distrito 22@ y Diagonal Mar, la ciudad va a la deriva. Sumamos la inacción de Catalunya, con un procés independentista que no ha hecho más que fracturarnos socialmente y un ayuntamiento donde lo más destacado parece ser la orientación sexual de la alcaldesa.

Sin ser tremendistas, aún mantenemos parte los réditos de la buena posición internacional conseguida y las ventajas que ello conlleva. Pero en un mundo abierto y globalizado, todas las metrópolis compiten entre sí para atraer los grandes eventos, las grandes ferias, el turismo de calidad y el mejor talento. En todo ello, nuestra ventaja se está debilitando: amenazas inmediatas de Uber y Cabify de abandonar la ciudad, riesgo de pérdida de la continuidad del Mobile World Congress (huelgas continuas en el transporte público durante el evento, inestabilidad política,…), inseguridad creciente y calles tomadas por los manteros.

Ya perdimos la Barcelona World Race y la sede de la Agencia Europea del Medicamento; y no suele haber dos sin tres, como suele decirse. La posición de Uber y Cabify pende de un hilo y sabremos más en próximos días.

Asimismo, desde el plano ciudadano tenemos graves problemas de vivienda que sólo se pretende abordar poniendo trabas a la construcción privada (trabas que sólo conseguirían aumentar los precios, en mayor detrimento del ciudadano). Más de lo mismo con la gestión del agua, donde el actual consistorio se obsesiona con una mal pretendida “propiedad” cuando lo que nos interesa a los ciudadanos es la calidad del servicio recibido y su coste. Por no sumar una política de “business unfriendly”: impedimentos a licencias, a permisos, a terrazas y en general a toda actividad económica que sea desarrollada por los propios ciudadanos de la ciudad (el mundo al revés).

En resumidas cuentas, a nivel ciudad estamos viviendo de las rentas de 1992 y de la ola de crecimiento que ese evento produjo. Pero todo rédito se acaba, y nos encontramos sumidos en un marco de falta de ideas y de proyecto, añadiendo los evidentes riesgos de pérdida de grandes eventos y empresas, con un impacto importantísimo en nuestra actividad económica. A título de ejemplo, el Mobile World Congress representa un 60% de la facturación anual de Fira de Barcelona y se estima que aporta alrededor de 500 millones de euros de actividad económica a la ciudad. También crea 13.000 empleos de trabajo durante su celebración.

Si seguimos así, el declive está servido; y una vez perdido el tren, es muy difícil volver a subirse. Nos jugamos mucho, pero estamos aún a tiempo de reaccionar y de volver a pujar por seguir siendo una de las mejores metrópolis del mundo. Pero no queda otra solución que dejar atrás modelos populistas y contrarios al desarrollo tecnológico y al fomento de la actividad económica.