Viviendas en Vallcarca / METRÓPOLI - RP

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Vivir en Barcelona

Los francotiradores de Vallcarca

22 julio, 2022 23:50

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El pasado viernes, plantando cara a mi creciente tendencia a la misantropía, acudí a una fiesta que daba un viejo y querido amigo en sus bajos de una calle del barrio de Vallcarca y acabé experimentando sensaciones prácticamente ucranianas sin salir de Barcelona. La gente está muy loca, amigos, como deducirán cuando acabe de contarles mis desventuras. Yo había abandonado temporalmente mi zulo del Eixample, subido a un taxi y sentido que el trayecto me parecía el equivalente de un viaje espacial de Venus a Plutón (cada vez salgo menos al exterior, y cuando lo hago, mi deambular nunca llega más abajo de la FNAC de la plaza Catalunya). Llegado a mi destino, saludé al anfitrión, le hice entrega de una botella de ginebra que llevaba unos pocos años muriéndose de asco en mi domicilio, comprobé que todo el mundo, conocidos y desconocidos, era muy simpático y me dispuse, ¡iluso de mí!, a pasar un buen rato y dejar de comerme el tarro en mi residencia habitual. Pero no había contado con los vecinos. El anfitrión insistía en que los había avisado a todos de que iba a haber un poco de jolgorio esa noche, pero pronto se hizo evidente que algunos no se habían dado por enterados.

Andaba yo departiendo alegremente por la terraza del apartamento cuando se produjo la primera advertencia: se oían unos berridos de alguien que nos conminaba a callarnos, bajar la música y, en definitiva, meternos la alegría de vivir por donde nos cupiera. Tras un breve estudio del entorno, discernimos en un balcón a una señora provista de un megáfono (pero, por el amor de Dios, ¿quién tiene un megáfono en casa?), que era la que ya no podía más con nosotros, aunque el volumen de la música y las conversaciones les aseguro que era de lo más discreto. Y, además, eran las once y cuarto de un viernes por la noche. ¿Acaso ignoraba la buena señora que las más elementales reglas de convivencia aconsejan empezar a dar por saco a partir de la una de la madrugada? ¿Pero qué educación había recibido la buena señora?

Aunque intentamos ignorarla, la vieja siguió dándole al megáfono, ganándose de inmediato el sobrenombre, ¡lo acertaron!, de la vieja del megáfono. No tardó mucho en amenazarnos con llamar a la policía, a lo que respondimos a gritos que adelante, que llamara a las fuerzas del orden. Igual lo hizo, pero no debió hacerle caso nadie, ya que por la casa de mi amigo no se materializó ni un triste guardia urbano. Al cabo de un rato, se apagaron las luces en casa de la vieja y nos invadió una sensación de victoria a todos que, lamentablemente, duró muy poco. Concretamente hasta que nos lanzaron el primer proyectil, un calabacín. Nadie detectó de donde venía. Ante nosotros solo había oscuridad. Tal vez se tratase de algún pariente de la vieja del megáfono, pues acabamos comprobando que el francotirador tenía un brazo de discóbolo que le podría haber llevado muy lejos en ese deporte. Tras el calabacín, llegó una cebolla (que impactó en el muslo de una invitada, causándole un moretón de notables proporciones). Tras la cebolla, una coliflor envuelta en plástico todavía frío, señal de que acababa de salir de la nevera (¡ese enajenado estaba dispuesto a quedarse sin verduras con tal de agredirnos!). Empezamos a sospechar del equilibrio mental del francotirador cuando el siguiente lanzamiento consistió en una bolsa de orina recientemente extraída de la fuente (¡Aún está caliente!, clamó uno de los invitados). En ese momento pensé que el chiflado en cuestión debía estar esperando que le hiciera efecto el laxante para llenar una bolsa de caca y arrojárnosla. Le comenté al anfitrión que era una pena que no hubiese en Barcelona un servicio de francotiradores a domicilio que, con sus gafas de rayos infrarrojos, localizaran al majareta y lo eliminaran (mucha gentrificación, pero de las cosas realmente importantes no se ocupa nadie.

En vez de la bomba de mierda, lo que llegó fue una piedra que, afortunadamente, no alcanzó a nadie. Pero el efecto humillante se había conseguido plenamente: nos estaban tratando como a los perroflautas de una casa okupada, algo especialmente molesto si tenemos en cuenta que nuestro anfitrión, además de ser un músico muy inspirado, pertenece a una familia que forma parte desde hace siglos de la aristocracia catalana. Se habló de llamar nosotros a la policía, pues nos sentíamos como los del metro de Kiev antes de que apareciera Bono a darles la chapa. No sé si se llegó a hacer porque a eso de la una empecé a bostezar (costumbre adquirida cuando dejé de beber; antes era el último en irme de cualquier lado y había prácticamente que echarme), así que me largué en taxi de regreso a mi Eixample. Al día siguiente, el anfitrión, con voz victoriosa, me informó de que habían caído unas piedras más, pero que algunos habían resistido heroicamente hasta las siete y media de la mañana. No hubo manera de localizar el punto de lanzamiento de piedras y hortalizas.

Una vieja quejándose del ruido a las once y cuarto de la noche de un viernes. Un francotirador enloquecido tirando la piedra (y su propia orina) y escondiendo la mano. En Vallcarca. ¿Qué está pasando? ¿De dónde sale tanta insania? Para una vez que uno intenta socializar con sus semejantes…