Un veterano del Vietnam mentalmente inestable. Un hombre que salvará a una chica preadolescente de la prostitución. Un maníaco taxista de noche que se vuelve violento frente a una sociedad políticamente correcta. Así es Travis Bickle, que Robert de Niro encarnó para Martin Scorsese en Taxi Driver de 1976. Así es el guión que escribió Paul Schrader para esta película, porque así fue su ciudad de Los Ángeles, lejos de su familia. Aislado, luchando contra la depresión y pensando en suicidarse. Él sabía mucho del taxi.

El taxista es siempre un pensador, un reaccionario en una cabina que no es telefónica, un meteorólogo o un montador de revoluciones. No es extraña la revolución anti-ÚBER en Barcelona. Detrás del parasol, el taxista maquina siempre algo. Lleva su estampa de la Virgen y unas gomas elásticas que sostienen calendarios atrasados. Pero le pide a la Madre de Dios que su revolución triunfe.

El taxista es leninista. Ada Colau es leninista también. Se oponen al ÚBER. Nadie se la cuela a Colau; y tampoco al taxi driver. Porque ambos pertenecen al zoológico del anti-capitalismo. Sentados, la alcaldesa y el taxista, en su poltrona, no quieren que se la den con queso. Y también Ada Colau conspira; huele el voto del deshaucio, del taxi y del zoológico. Ha hecho mucho auto-stop y ahora reivindica el stop-auto. No quiere úberes en Barcelona, pero prepara púberes para sus urnas.

Como Guy Debord, el taxista huye de la sociedad del espectáculo. Pero ve mucha tele. Mucha serie de doscientos cincuenta y pico capítulos. Mucho concurso televisivo, mucha Maruja y mucho thriller. El taxista no es un santo y huye de los santos; huye del ÚBER. Porque la uberización del taxi es más turistización de despedida de solteros, más capitalismo de MacDonald’s y más carne a la parrilla en la playa. 

El taxista bicolor pilota. Conduce al fracaso. Asientos tapizados con piel de leopardo, cambio de marchas con caballito de mar en metacrilato, mini-traje de kárate y cinta de “lucha contra el cáncer” en el retrovisor. Paravientos tintados para el piloto, alfobrilla de bolas de madera-masaje, doble tirilla “feliz viaje” contra anti-electricidad estática junto a los tubos de escape, y retrato de familia en el tablier con el “no corras papá”. 

Nada como el taxi de la Barcelona pre-olímpica superaba en cultura Camp o Kitsch en relación a sus accesorios, todos de plástico, poly-piel y goma-espuma. Todo taxista que se preciara se rodeaba de un micro-paraíso de objetos cercanos que le acercaban a su mundo, la calle. Es un viejo imaginario del taxista barcelonés, pero es el imaginario del consumo. Nada más lejos del movimiento OKUPA, de las barricadas de contáiners y del dormir en el cajero automático. 

Cada vez que UBER se instala en una ciudad norteamericana, las ganancias del taxi convencional caen un 10%. Cierto. Pero siempre que ocurre eso, el número de conductores autoempleados crece un 50% en ese mismo sitio. El capitalismo liberal tiene sus agujeros negros. Pero la globalización indica que hay una revolución digital en marcha a la que Barcelona no puede dar la espalda. Mientras las ideologías van cayendo, el Taxi Driver de Scorsese pilota su coche. ¿Adónde nos lleva Ada Colau pilotando su ciudad...?