Se diría que en Barcelona, capital de Cataluña, no pasa nada que no esté directa o indirectamente relacionado con la sentencia del juicio a los dirigentes independentistas. Pero hay pulso más allá de las salas de Justicia. Un pulso que late en las calles de la ciudad, incluso cuando son cortadas arbitrariamente. La sentencia no acaba con los problemas cotidianos de los barceloneses. Tampoco los agudiza. A lo sumo, los difumina. La vida sigue. No necesariamente igual. Por ejemplo, el Ayuntamiento de Barcelona se apresta a subir los precios de los aparcamientos en superficie: las llamadas zona azul y área verde. El argumento formal es disuadir del uso del coche a los conductores no residentes y reducir así la presencia del coche en la ciudad. Si ése es el verdadero objetivo, la medida es un puro parche.

Los expertos en movilidad sostienen que hay una ley inexorable: el coche ocupa todo el espacio que se le ofrezca. La única forma de limitar la presencia de los coches en las calles es prohibir el estacionamiento, sobre todo el de larga duración. Y ahí no se interviene. El coste de tener un coche y dejarlo en la calle casi de por vida, apenas se altera.

Hay gente que en otros asuntos de la vida resulta muy sensata y que pierde el oremus cuando se habla del coche, al que concede derechos que no otorgaría a otros objetos. Por ejemplo, todo el mundo entiende que nadie puede apropiarse de un pedazo de calle para poner una furgonetilla y dedicarse a vender helados o chucherías. Mucho menos, para instalar una tienda de campaña. ¿Por qué sí un coche? El argumento que se acostumbra a dar es que algo hay que hacer con él y si no se dispone de aparcamiento habrá que poder dejarlo en la calle. Se trata de un argumento falaz. Con el mismo tipo de razonamiento, cualquiera podría dejar el frigorífico o la lavadora en el rellano aduciendo que tiene poco espacio en casa. Si no se le ocurre a nadie es porque todo el mundo asume que ese espacio es de uso público y no puede ser privatizado. En cambio, muchos propietarios de coches defienden con ahínco su derecho a privatizar un pedazo de calle. Como si no fuera pública.

No, la gente no tiene derecho a aparcar. Tiene derecho a que se le garantice poder desplazarse en los trayectos de movilidad obligada. Lo que, por ejemplo, no incluye ir al fútbol ni a emborracharse los fines de semana.

Si el consistorio quiere de verdad y aunque sea a largo plazo, devolver las calles a las personas, bien hará en acometer una política seria con dos patas: reducción real de los coches en la calle y potenciación del transporte público. Especialmente, en lo que se refiere a las comunicaciones entre el centro de Barcelona y las localidades de la periferia. Porque es en los accesos a la ciudad donde se produce el mayor atasco de vehículos privados un día sí y otro también. De hecho, el área metropolitana ha sido escasamente atendida en inversiones públicas durante los 40 años de carlismo-pujolismo. Mientras que ir con transporte público de la Verneda a Sants resulta relativamente sencillo  y barato, ir de Sant Just Desvern a la Zona Franca es muchísimo más difícil. Para no hablar de desplazarse desde Granollers, Esparraguera, Sant Pere de Ribes o Rubí.

Los cálculos del equipo de gobierno apuntan a que la recaudación con las nuevas tarifas de la zona azul y el área verde puede suponer unos 83 millones de euros anuales que si se emplean bien pueden ser muy provechosos. Pero aumentar la recaudación no tiene por qué suponer que se reduzca el uso del coche. Significa, simplemente, que a quien lo utilice le saldrá más caro.

Al final, va a resultar que el derecho a desplazarse con relativa rapidez está directamente relacionado con el nivel de ingresos. Como tantos otros. Y está bien que se sepa: ser rico tiene ventajas; ser pobre tiene inconvenientes. Muchos, muchísimos. A la voluntad de nivelar las desigualdades se le llamaba antes lucha de clases.