En La noche del cazador, única película dirigida por el actor Charles Laughton, Robert Mitchum encarna a un malévolo predicador que lleva tatuadas en los nudillos las palabras amor y odio. Cuando quiere representar la lucha eterna entre ambos conceptos, cruza los dedos para que batallen entre ellos hasta llegar a la inevitable victoria del amor. El sábado pasado, en Barcelona, vivimos una pugna semejante, pero entre diferentes opciones políticas. Santiago Abascal reunía a sus leales en la explanada de María Cristina porque Ada Colau no le había querido alquilar el Palau Sant Jordi, alegando una inverosímil jornada de mantenimiento. Mal hecho, ya que, en el Sant Jordi, la falta de atractivo político de Vox en nuestra ciudad aún habría quedado más patente. La explanada registró media entrada, y más nos habría valido a todos hacerle un Tortosa a ese señor que se las da de caudillo, pero solo es un político de extrema derecha permanentemente despechugado y con el botón de la chaqueta a punto de estallar que proyecta el mentón hacia arriba y hacia delante como Mussolini en sus buenos tiempos. Allá él si se considera la reencarnación de José Antonio Primo de Rivera, pero su discurso no da mucho de sí, a veces no sabe qué responder y, sobre todo, carece de la preparación intelectual del fundador de la Falange.

Como estamos en una democracia, a Abascal hay que dejarle delirar donde se le antoje. Y, dentro de lo posible, ignorarle, pues a este paso lo vamos a convertir en el líder de masas que nunca ha sido. No hacía falta que lo acosaran los autollamados antifascistas, que solo son una pandilla de tarugos tan intolerantes como aquéllos a los que atacan. Y, desde luego, no hacía falta que Ada Colau y Jaume Collboni montaran unos ridículos exorcismos para demostrar que, como fingía Robert Mitchum, el amor siempre se impone al odio.

Mientras Colau optaba por una especie de aplec en el que solo faltó entonar la mítica canción Kumbayá, Collboni se sacó de la manga El autobús del amor, una mezcla del autocar del Magical Mystery Tour de los Beatles y la furgoneta de Scooby Doo y su alegre pandilla, pero en tono LGTBI. Ambos podrían haberse quedado en casa y aplicarle a Vox el Tortosa nacionalista, pero se vieron en la obligación de sobreactuar y solo les faltó -menos mal que no son especialmente religiosos- organizar un auto de fe en colaboración con el obispado, tras pedir prestado a la catedral de Santiago el botafumeiro con el que purificar la explanada de María Cristina tras el mitin ponzoñoso del íncubo Abascal.

Que él se crea el caudillo providencial que necesita España no implica que debamos darle la razón y tratarle en consecuencia. Y utilizarlo como excusa para actos bonistas e innecesarios que, además, ocultan intereses electorales, dice muy poco a favor de quienes los organizan. Ya se vio el sábado la escasa parroquia con la que cuenta Vox en Barcelona. No la incrementemos a base de exorcismos de estar por casa que pueden volverse en contra de quien los monta para hacer como que solo piensa en el bien con mayúsculas.