“Ahora están saliendo a la luz pública cuestiones que habían quedado invisibles. Por ejemplo, la mala calidad de muchas viviendas. Eso lo ha puesto en evidencia el confinamiento: patios diminutos, sin balcones ni ventanas exteriores, donde no se puede ventilar para garantizar una correcta higiene. La crisis ha revelado que hay que renovar viviendas que están en condiciones inaceptables de habitabilidad. Y lo primero que tiene que hacer el Ayuntamiento es sacarlas del mercado inmobiliario”. Quien hace esta reflexión, partiendo de lo que ha supuesto el confinamiento por la pandemia, no es un peligroso izquierdista, sino el ex decano del colegio de Arquitectos de Madrid, José María Ezquiaga, que ha trabajado con los diversos gobiernos municipales de la capital desde la época de Ruiz Gallardón hasta ahora, pasando por la etapa de Manuela Carmena.

No es una reflexión válida sólo para Madrid. También sirve para Barcelona, cuyo parque de viviendas es, a todas luces, viejo y malo. La media de edad de los diversos edificios barceloneses dedicados a residencia supera los 52 años y se renueva poco. Una prueba es que en los últimos años ha caído la petición de licencias de rehabilitación. Y no será porque no haga falta.

Entre 2013 y 2018 (no se dispone aún de datos de 2019 y 2020) se solicitaron en la ciudad de Barcelona 193.476 certificados de eficiencia energética. El 32% (uno de cada tres) obtuvo como resultado el grado F o G, es decir, los más bajos de la escala. Aunque es difícil saber el número real de viviendas de la ciudad (un hecho que reconoce el propio Observatorio Municipal de la Vivienda), los estudios más ajustados apuntan a unas 770.000. Algo más de 10.000, están vacías y en torno al 2%, se encuentran en situación mala o ruinosa, según cifras del propio observatorio. Y unas 200.000, más del 25%, tienen una superficie inferior a los 60 metros cuadrados declarados. Cifra que los constructores acostumbran a hinchar contabilizando el espacio que ocupan las paredes. Es decir, en Barcelona vive (sin contar los pisos patera alegales) mucha gente con poco espacio vital y en condiciones escasamente saludables, que se deben haber percibido especialmente durante el confinamiento. Haría bien el consistorio, aunque no sea fácil, en incluir en su agenda la revisión de la habitabilidad de los pisos.

No es un asunto sencillo y no afecta sólo al ayuntamiento, pero la pandemia ha demostrado que una vivienda digna es un lugar donde un ser humano debería tener unas mínimas condiciones para algo más que para dormir y lavarse. Una vivienda, aunque parezca redundante, es un lugar para vivir. Y eso es algo que no debería ignorar la administración más cercana.

Una solución sería equiparar el derecho a la vivienda al resto de los derechos fundamentales, antes incluso (o la vez, si se quiere) que pelear por los llamados derechos de cuarta generación. Nadie discute hoy que todo el mundo tiene derecho a la sanidad y la educación, que todo ciudadano tiene derecho a estudiar y a ser atendido cuando está enfermo. Luego, si uno quiere y se lo pide el cuerpo, puede llevar a sus niños a un colegio religioso donde no lo contaminen con criaturas de otros sexos (aun a riesgo de que algún profesor les haga algo más que ojitos) o pedir una habitación hospitalaria con bidet dorado (pagándose ambos caprichos). Con las mismas, habría que reconocer el  derecho de cualquiera a un a un techo digno. Luego, si ese mismo ciudadano quiere (y puede) ampliar ese derecho y tener además piscina y jardín, que acuda al mercado libre. Lo que no tiene sentido es decir que todo el mundo es libre de comprar la casa que quiera sin añadir que es una libertad restringida a quien tenga el dinero suficiente, dinero que con frecuencia no llega ni para vivir realquilado. Eso sólo es libertad vigilada (por los bancos).