En los últimos tiempos me he ido aficionando al urbanismo como hecho social material, tal y como lo definían clásicos de la sociología como Emile Durkheim, como aquel fenómeno tangible que organiza y posibilita la vida social de las ciudades. Para las ciencias sociales, la vida de los seres humanos en los entornos urbanos está determinada por las estructuras relacionales que permiten o imposibilitan la acción social, a través de la distribución racionalizada del espacio y los roles. Entre las perspectivas que analizan el urbanismo de las ciudades contemporáneas, confieso que me apasiona el enfoque en el que se enmarcarían autores como Henri Lefebvre, David Harvey o Jane Jacobs. Su principal preocupación es la reducción del espacio público y comunitario que permite la presencia y la apropiación vecinal.

Jacobs además desarrolla una perspectiva de pensamiento y acción política alrededor de la planificación de las ciudades, construyendo modelos concretos y prestando oposición activa a promociones pensadas desde despachos sin tener en cuenta los usos espontáneos del espacio urbano. En su libro más famoso, popularmente conocido como Muerte y vida de las grandes ciudades, entre una multiplicidad de buenas ideas, destaca la siguiente: la planificación urbana contemporánea destaca por la aplicación de modelos esquemáticos desde arriba, que han impuesto la hegemonía de la privatización del espacio. Autopistas urbanas, reducción e individualización del mobiliario, limitación a la autoorganización, mercantilización/especulación, etc.; son todos fenómenos que responden a una lógica despótica que ha ido arrinconando la espontaneidad relacional hasta el punto de instalar una paradoja cotidiana en la que convive a un tiempo un incremento de la dinámica de desconocimiento acerca de las personas que nos rodean más allá de lo inmediato, lo familiar o lo coorporativo; con un control restrictivo sobre la vida vecinal.

El urbanismo va más allá del estricto ámbito infraestructural. Al hablar de pensamiento, planificación o hecho urbano, debemos incluir también el plano de las relaciones que posibilita y construye el espacio simbólico. Dar significado a la vida en las ciudades requiere de la cotidianización de la experiencia, pero también de las diversas dinámicas de ruptura de la rutina. Sin irnos más allá, podemos enmarcar bajo esta denominación a los festejos. En el catálogo de fiestas de la ciudad, hay algunas que son mundialmente conocidas, como las de Sant Jordi, el Pryde o la Mercè. Fiestas llenas de colores, atrezzo, presupuesto y, sobre todo, visitantes. Sin duda, son momentos apoteósicos en el calendario barcelonés. Jornadas multitudinarias que ponen la ciudad en el mapa de highlights y que, además de diversión, atraen cámaras y curiosos. Son fiestas de interés interno y externo que acostumbran a acumular a cientos de miles de personas en las calles. Fiestas de oferta y expectación que individualizan la presencia e invitan a estar, ver y comprar más que a participar.

Después están las fiestas de barrio (que no necesariamente todas las que son bautizadas por ellos). Las fiestas barriales acostumbran a ocupar un par de calles, están exentas de portadas y reportajes y llenas de largas conversaciones, cenas al fresco, chocolatadas, conciertos populares, torneos deportivos, etc. La gente se conoce y aprovechan la efeméride para acercarse, rompiendo con la rutina. El ambiente es cercano, alentando relaciones y generando comunidad a través de la confianza. Más allá de los días feriados, las fiestas barriales hacen, efectivamente barrio, acercando a la gente, dándole una razón para reconocerse al margen de un día a día fuertemente marcado por la velocidad.

Luego están las fiestas que organiza enteramente la vecindad. Esas que con objetos recuperados, un par de altavoces, una nevera y una hucha común producen el milagro de la autoorganización espontánea y la empatía. Este pasado fin de semana, en el barrio de la Prosperitat, se ha celebrado la enésima edición de la fiesta popular de San Xibeco, en honor a la cerveza que acostumbra a acompañar los encuentros más populares. Durante dos días, el barrio venera a su santo pagano en una iniciativa que no tiene bien claro su origen y que más bien ha ido construyendo su mito con el paso de los años, el boca a boca y un entusiasmo creciente de los vecinos y las vecinas. A alguien se le debió ocurrir hace unos veinte años que, para lamentar los meses que aún quedaban para los Carnavales, era buena idea hacerle plegarias a un icono tan mundano como un muñeco con un botellón paseado por las calles. Dos décadas después, la iniciativa de un grupo de amigos moviliza hoy a cientos de personas bajo el himno de “Eco, eco, eco, viva San Xibeco”.

El programa de San Xibeco combina las clásicas iniciativas festivas como las comidas populares, carreras deportivas, conciertos, tracas de petardos; con caricaturas populares de actos solemnes como el pregón, la apertura y velatorio de la capilla o la procesión diurna. Hay años incluso que el Santo ha sido llevado a ver el partido de la Montanyesa y ha oficiado bautizos ateos. Lo que es inamovible es el descenso en tirolina del Santo en medio de la Plaça Àngel Pestanya mientras es recibido entre saetas. Surrealismo, sátira, risas y mucha empatía en una fiesta que es capaz de resignificar lo cotidiano y movilizar a todo un barrio en una especie de carnaval genuino. Participar en San Xibeco es formar parte de ella, como una de las mejores metáforas del paradigma urbano al que debería aspirar la ciudad.

El urbanismo de Jane Jacobs nos invita a generar, planificar, materializar espacios sobre las lógicas de los usos que les dan las personas para colonizarlos, hacerlos suyos y reinventarlos. Quizás Barcelona debe mirar y poner en valor su espontaneidad y su espíritu comunitario en barrios populares como los de Nou Barris y dejarse de mirar el ombligo de su proyección global, homogeneizadora e individualizante. Más San Xibecos y menos eventos mundiales, por favor.