La democracia es un sistema de toma de decisiones fantástico. Salvo casos muy excepcionales, nadie gana del todo, lo que equivale a decir que nadie pierde del todo. Si no se asume eso, las cosas van mal. En Barcelona, Ada Colau va a gobernar después de haber obtenido el 20,78% de los sufragios válidos. Su aliado, el PSC, cosechó el 18,47%. Sumados ambos, no alcanzan ni siquiera el 50%. Lo propio ocurre en el Gobierno central. Los socialistas lograron el 28,90% de los votos, mientras que Podemos, sus (a día de hoy) hipotéticos aliados, se quedaron en el 14,42%. Es evidente que ni en uno ni en otro caso pueden pretender imponer la totalidad de su programa. Ni por separado ni juntos. Los resultados les obligan a pactar con otras fuerzas. Y es así porque así lo han querido los electores a los que pueden dar una explicación suficiente de por qué no pueden llevar a la práctica todas sus promesas: no se les ha dado la fuerza suficiente.

Seguramente contando con eso, algunas formaciones se permiten incluir propuestas peregrinas. Un ejemplo: la última vez que Artur Mas concurrió a unas elecciones llevaba en el programa la ampliación de la edad media de vida de los ciudadanos catalanes. Y eso que ya había empezado con los recortes sanitarios que más bien contribuyen a reducirla. Sobre todo, entre los pobres, que son más y acaban inclinando la balanza estadística.

Sabiendo los partidos, como saben, que no podrán cumplir con su programa al completo, no se entiende bien que dos meses después de las generales y pasado un mes y pico de las municipales, siga sin haber gobiernos. Bueno, sí que se entiende: se debe a que los diferentes partidos (prácticamente todos) se han empeñado en una estrategia de confrontación. En vez de buscar los puntos en común en los diversos programas, buscan exacerbar las diferencias, lo que el presunto aliado no puede aceptar, de modo que así la culpa siempre es del otro. Y un adelanto electoral sería, además, apuntar a que la culpa es del votante, que se equivocó en las urnas.

Enfocada la política como un partido de fútbol donde hay que ganar o perder, el resultado es el bloqueo, el intento de machacar al contrario. Es lo que hacen, por ejemplo, los independentistas, que pretenden gobernar como si la oposición no existiera o careciera de derechos. Y cuando se les reprocha la táctica del rodillo (sin ni siquiera mayoría absoluta) replican que han ganado, aunque los números no avalen la afirmación. Es lo que hizo la actual portavoz del Gobierno catalán, Mertixell Budó, cuyas sumas y restas resultan totalmente incomprensibles.

Se olvida que la democracia es un sistema que permite tomar las decisiones por mayoría, pero que obliga a respetar los derechos de las minorías. La mera mayoría no autoriza a cualquier cosa, como están comprobando los instigadores de determinadas votaciones en el Parlamento catalán, impuestas contra viento, marea y, especialmente, contra la ley vigente.

Ni Ada Colau ni Pedro Sánchez tienen una mayoría que les permita gobernar. Están, por tanto, obligados a pactar y no debieran permitir que vayan pasando los días como si no hubiera asuntos urgentes: ni pensiones que revisar, ni pobreza infantil, ni leyes laborales que modificar, ni impuestos que equilibrar, ni presupuestos que aprobar. Es cierto que tienen el ejemplo del ejecutivo catalán, que lleva un par de años sin presupuesto y sin gobernar y los catalanes, mal que bien, sobreviven. Pero no es seguro que la generalización del desgobierno sea la mejor solución a los problemas políticos.

Salvo que uno piense como un escritor francés que al terminar un mitin en Madrid, allá por los años 20 del siglo pasado, lo cerró con una doble exclamación: “¡Viva la anarquía y viva la literatura!”. Porque no es seguro que se pueda mezclar sin más la política con el arte. Especialmente si se encargan de ello malos artistas.