Veinte años de mi currículum los pasé como empleado en un ente público. Gran parte de ese tiempo, y durante mucho tiempo de forma exclusiva, trabajé como «negro» de los altos cargos, que no sabían juntar sujeto con predicado. Ahora nos ponemos finolis y hablamos de un «goshtwriter» por no decir «negro», pero yo soy de la vieja escuela y llevo con mucha honra el epíteto con que fueron bautizados los amanuenses de Dumas, padre. ¡Al grano!

Escribía de todo: artículos de opinión, respuestas parlamentarias, ponencias, conferencias, hasta libros, y dos veces al año la maldita nota del cambio de horario. No sé por qué, cada vez que tocaba justificar el cambio de horario se ponían todos de los nervios, ahí arriba. Entonces pedían «algo nuevo», algo que justificara el sinsentido de adelantar o retrasar una hora las manecillas del reloj. ¡Cuántas veces escribía y me obligaban a volver a escribir esa maldita nota! Nunca les convencía. Hasta que, hasta las narices del asunto, copiaba de pe a pa la del año pasado y la entregaba como si fuera nueva. La aprobaban sin dudar ni un momento. «¿Ves como, cuando quieres, eres capaz de escribir algo original, con gancho? ¡Es mucho mejor que la del año pasado!», me decían. Y yo que sí, que sí, pues ¿qué iba a decirles, si no? Además, ¿cuántos años llevábamos publicando exactamente la misma nota de prensa? Ni sé yo.

Un día cundió el pánico ahí arriba. Esta vez, en serio. Porque el amigo de un amigo, alguien de la familia, no sé quién, puso en duda en voz alta el ahorro de energía que llevábamos publicitando desde que teníamos uso de razón. Nuestro director nos ordenó que lo dejáramos todo y diéramos con el verdadero ahorro de energía ligado al cambio horario. Se jugaba el pellejo, me dijeron.

Eso hicimos, números, y le dimos la cifra. La bronca fue de órdago. «Pero ¿qué es esta mierda? ¡Esto es muy poco! ¡Es ridículo! ¿Ya lo habéis calculado bien?» Coño, si lo habíamos calculado bien. ¡Cuánto nos costó convencerlo! Además, habíamos hinchado la cifra hasta el ridículo y, para que abultara más, en vez de emplear GWh o toneladas equivalentes de petróleo, empleamos kWh, que llevan más ceros. Porque un GWh parece una birria, pero 1.000.000 kWh es otra cosa, y es lo mismo. Ésos eran los números. El ahorro de energía ligado al cambio horario era mínimo.

«No puede ser tan poco...», se lamentó nuestro amado líder. Entonces tuvo una idea brillante: «En vez de publicar el ahorro conseguido en Cataluña, publiquemos el ahorro conseguido en toda España y así parecerá más grande». «Ejem, ejem...», carraspeé. «Perdone, oh, amado jefe, pero es que esta cifra tan pequeña que decíamos ya es el ahorro conseguido en toda España», tuve que precisar.

Después de un largo e incómodo silencio, recibí la orden de publicar la nota de prensa del año pasado. Nadie protestó y nunca más se volvió a hablar de este enojoso asunto.

Resumen: que quiten el cambio de horario me parece de perlas. No traía más que molestias. Que nos quedemos con el huso horario de Londres o de Berlín tanto me da; en uno amanecerá más tarde y en el otro anochecerá más temprano; nos acostumbraremos y aquí no habrá pasado nada.

Pero lo que no me parece bien, qué quieren que les diga, es que confundan churras con merinas y que ahora, con el cuento de que no cambiaremos más de hora, podríamos cambiar el horario. Ya saben: comer a las doce, cenar a las seis y dejar de hacer la siesta. ¿Por qué?

Pues, no. Si comemos tarde o cenamos tarde será porque nos lo pide el cuerpo, o los ritmos circadianos, que vienen a ser la misma cosa. Aquí tenemos luz y alegría. En el norte sobrevienen noches interminables y días grises, y eso tiene consecuencias. Comparen las cifras de alcoholismo, maltrato a mujeres y niños o suicidios que gastan en el norte con las que tenemos aquí, en casa. Háganlo. Se sorprenderán. ¡Una cosa buena que tenemos, que no nos la quiten!

Compartiré la hora con Berlín, si quieren, ¡pero no el horario! ¿Quién está conmigo?