Uno de los fenómenos más interesantes de la cultura de nuestro tiempo es la deconstrucción de la realidad. Deconstruir significa separar una palabra de lo que ésta significa. Por ejemplo, decir que lo blanco ya no se refiere a la nieve o que lo negro ya no es un túnel. Entonces, puede decirse que algo es blanco como un túnel o negro como la nieve.

Este estrafalario ejercicio es el pan nuestro de cada día pero sirve de mucho a los políticos, a los filósofos y a los ideólogos para decir cada vez más mentiras. Porque, en realidad, si cambiamos el nombre de las cosas, estamos en peligro de cambiar las cosas mismas. Sin ir más lejos, algo tan conocido como la familia humana está siendo transformado en variaciones con repetición de agrupaciones de individuos y cosas con fines y finalidades tan diversas que, a veces, ni se reconocen a primera vista como lo que son. Pero Navidad es Navidad.

El Belén de la Plaça de sant Jaume es una diana de ejercicios de tiro para los deconstructivistas. El año pasado se planteó en la forma de nueve inmensas burbujas de plástico en cuyo interior se representaban extrañas escenas como un ternero esquiando sobre una escalera, una pareja bailando sobre una alfombra de zapatos de niño y un jeroglífico navideño. Los reyes magos eran Pau Casals, Joan Miró y Josep Vicenç Foix. A los diseñadores de estos pesebres el misterio de la Navidad se les resiste. Es un misterio resistente: un Niño-Dios que nace en una cueva; Dios mismo que entra en la historia humana a través de la familia. Frente a ésto, cualquier otra historia o filosofía de la religión se queda corta. Hasta se queda corta la ambigüedad de la alcaldesa Ada Colau, este año, con su “pesebre aéreo”.

Hasta el día de la Candelaria, dos de febrero, verán frente al Ayuntamiento un Belén compuesto por postes metálicos de tres a siete metros de altura sosteniendo cada uno figuras de metacrilato que se iluminan en la noche. El formato es deconstructivista pero el misterio de la Navidad se mantiene: el perfil de José, María y el Niño, los reyes magos, la mula y el buey, los pastores y los ángeles. Me parece muy bien: por una vez, con una intención ambigua, han conseguido un resultado muy claro: conectar con la gente en sus verdaderas tradiciones. ¡Bravo!

Todavía ahora, semanas antes de las navidades, suelo hacer el pesebre en casa. Me entretengo con los niños jugando con el papel de plata para hacer un riachuelo. Con unos cartones perforados hacemos montañas y planicies sin que se vea el logo del Corte Inglés. Cada año ponemos un ángel que apunta a la estrella y por eso se parece a Cristóbal Colón señalando América. Una lavandera se acerca al arroyo y un año las niñas le pintaron un bigote: ¡está estupenda! De repente, aparece un perro de una escala distinta que el resto de figuras y la chiquillada lo confunde con un camello, le montan a Gaspar y detrás van Melchor y Baltasar. ¡Viva la fiesta!

Haciendo de reportero en la Plaça de Sant Jaume detengo gente en plena calle. A una señora que pasa le pregunto: ¿Qué le parece el pesebre de este año? Y, llena de un sentido común maravilloso, me contesta: “Me gusta; sólo le faltan los políticos...” ¡Mejor ni saber lo que es la desconstrucción!