Cada regreso a Barcelona es como ponerse a la cola. Sudores. Las calles del centro son un serpentín que recuerda a aquellos viajes iniciáticos a Florencia como estudiante. A ciertas edades, todo vale; a otras, resulta insoportable.

El turismo es un fenómeno creciente desde los Juegos Olímpicos del 92, cuando Barcelona aprovechó uno de los pocos acontecimientos que pueden convertir a una ciudad o a un país en el principal actor global para mostrarse al resto del mundo durante un corto pero provechoso espacio de tiempo. Han pasado ya 25 años, pero la aceleración ha sido mayor en los últimos tiempos debido a varios factores. Por una parte, de orden internacional, como la Primavera Árabe y el terrorismo islámico, asociado al temor a acudir a las playas del norte de África o a Turquía. Por otra, de orden local, debido a las campañas desarrolladas por las autoridades municipales, no siempre acertadas. La situación, próxima al colapso, exige regulaciones.

El aumento del turismo no sólo se ha producido en Barcelona, sino también en Catalunya y en España, en su conjunto, aunque las proporciones son incomparables. Madrid es otro de los grandes receptores de turistas, pero debido a su oferta, carente de mar y más vinculada a la cultura y al ocio, y a las actuaciones de su administración, su crecimiento ha sido más sostenido y selectivo. En sus barrios más céntricos no se siente la asfixia que puede llegar a sentirse en Ciutat Vella. A la capital le favorece, asimismo, una dispersión mayor de sus puntos de interés. Según los últimos datos facilitados por las administraciones, el gasto medio por turista en Madrid es de 222 euros diarios, por 171 en Barcelona.

Durante la etapa de Joan Clos como alcalde, el Ayuntamiento invirtió en campañas de promoción internacional en las que subyacía un mensaje atractivo pero perverso: low cost. Numerosas compañías aéreas de bajo coste se establecieron en el aeropuerto del Prat. El resultado fue importante en términos cuantitativos, pero no cualitativos. Antes de las quejas de los vecinos, llegaron las de comerciantes y hoteleros que no encontraban proporción entre las llegadas de visitantes y el consumo. El turismo de mochila llegó a provocar que el Ayuntamiento creara una ordenanza para prohibir ir sin camiseta por la calle. 

Madrid recibió 9 millones de visitantes en 2016 y se registraron 18 millones de pernoctaciones. En el mismo periodo, las que hubo oficialmente en Barcelona fueron 19,5, a pesar de que sus plazas hoteleras (unas 76.000) son menores a las de la capital española (82.000), y de que el sector asegura que en Barcelona el 20% de turistas pasa las noches en establecimientos no regulados, es decir, en apartamentos pirata. Ello supone, además, un problema de control y seguridad añadidos. Las consultas a los vecinos de Barcelona muestran ya un descontento próximo a la mitad de la población. 

El turismo es una de las grandes industrias de nuestro país, con una aportación al PIB de más del 10%, proporcionalmente mayor en Catalunya y en Barcelona, pero la pérdida de calidad asociada a la masificación y la animadversión crecientes pueden provocar un efecto bumerán en el largo plazo. Si no se toman medidas para controlar los flujos, como hacen los reguladores en otros sectores económicos, el peligro es morir de éxito.