Un día de diciembre del año 1919, mientras Marcel Duchamp se paseaba por París, entró en una oficina de farmacia y compró una botella vacía de 50 centímetros cúbicos, aparentemente destinada a contener suero fisiológico. Su intención era regalársela a su amigo y mecenas Walter C. Arensberg a modo de souvenir, pero se le ocurrió transformarla en la obra de arte más insustancial posible: su famosa 50 c.c. du Air de Paris. En 1964 Duchamp encargó a la Galería Schwartz de Milán una edición de ocho réplicas en miniatura. A nadie le extrañará saber que la casa de subastas Christie’s vendió una de ellas el pasado 8 de mayo de 2016 por 845.000 dólares americanos. Es mucho dinero para comprar solo aire; aunque el aire de París no es un aire cualquiera. En la subasta era el lote 14 A.

No discuto que algunas moléculas del aire de París que Duchamp encapsuló en su famosa ampolla podrían ser restos de la respiración de Napoleón Bonaparte. René Descartes contribuyó también a encarecer el aire de París al inspirarlo algunas veces, al igual que Marcel Proust, los hermanos Louis y Auguste Lumière y el compositor impresionista Claude Debussy. Esas partículas de aire se vendieron muy caras en Christie’s Nueva York.

Pero oigan, el aire de Barcelona es otra cosa.

Resulta que hoy he participado en la procesión del Corpus que salía de la Catedral. Un par de miles de personas asisten a la Misa dominical y se hace el silencio. La fe católica dice que la hostia u oblea de pan de color blanco, ya transformada en el cuerpo de Jesucristo, es trasladada, envuelta en paño de seda y oro, al monumento. Un ministro de aire adusto sube por unas escaleras al catafalco forrado de terciopelo rojo, y deposita el disco blanco. Lo deja en el interior de un tenderete de oro, plata y piedras preciosas, regalo de Martín el Humano. Ahí tintinea la Corona doble del rey Martín, el chapelete entorchado y el cinturón cuajado de gemas de Violante de Bar. Es la custodia de la Catedral de Barcelona.

De pronto, unos forzudos con faja roja hacen una piña por la que se encaraman jóvenes y niños hasta coronar el castell. Todos se hincan de rodillas en el suelo y pasa el Rey de reyes. El catafalco eucarístico toma la curva y estalla la banda con compases dramáticos: se masca el misterio, la tragedia de un Dios escondido que sale a la calle. La gente está recogida y tranquila porque no hay políticos ni otras aves carroñeras que quieran salir en la foto porque rezar ya no vende. El castell, flotando sobre el aire, espera el paso del monumento para descargar y lo hace: con orden, con peligro, en silencio; y un cerrado aplauso.

El Corpus emboca la avenida del Portal de l’Àngel y los turistas han detectado una nueva performance. Hablan entre ellos y una vieja sin dientes les hace callar. Entramos en el carrer Comtal y la procesión se estrecha. Más turistas que comen tapas, se quedan con la croqueta a medio morder en los incisivos. Pero no es gente incisiva. Y otra vez arranca la música en vivo y a lo vivo: el amarillo de los trombones se hace rosáceo con el sol del atardecer, las llaves de metal de los clarinetes parecen lágrimas lloradas por los tubos de madera negra, y las trompas se enroscan más y más conforme se las sopla a pleno pulmón. Un espectáculo.

Los políticos están debajo de las piedras; alargando la siesta; preparando las mentiras del mañana; enlustrando sus botas de cremallera lateral con Collonil negro. Los políticos saben que el Rey pasa por la calle y saben también que sacar la cara por el balcón sería poco púdico porque la autoridad no se improvisa: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Y ni lo uno ni lo otro: ni silla del rey Martín ni limosna para el gazofilacio. Nos las pagarán.

Cae la tarde y enfilamos la calle del Dr. Joaquim Pou, un sindicalista rabassaire, político socialista y catalanista de los años 30: otro vergonzante. Es la recta final de la procesión del Corpus. Al fondo nos esperan los gigantes y cabezudos, los Moros, los enanos y el bestiario. Al pasar el monumento, todos se inclinan y le dan culto. Hay una especie de tortuga-armadillo que saca agua por el caparazón, un lagarto anfibio escupe fuego por sus fauces y unos enanos se multiplican sonrientes porque viven su minuto de gloria. Familias a borbotones, con sus cochecitos, sus lazos en el pelo, sus trenzas inmaculadas y sus gafas de pasta en azul y anaranjado, se sienten más unidas. Muchos estudiantes han hecho la Selectividad y sueñan con ser universitarios. Los niños miran a sus hermanos mayores y piensan: ¿Cuándo crecerá éste y me pasará esos pantalones tan chulos...?

La botella de aire encapsulado de París de un tal Marcel Duchamp es, comparada con este aire y estos aires de Barcelona, un esnobismo sofisticado. Hay vivencias-límite como la procesión del Corpus de Barcelona que nos hacen sentirnos vivos otra vez, que hacen que volvamos a ser las mujeres y los hombres que fuimos, y que relegan a un segundo plano las mentiras de una sociedad que, entre artistas malabares y políticos con voz de pito, va directa al abismo.

Mientras, el Corpus (el Cuerpo) sale cada año, con sus gentes, con sus niños, con sus ficciones de cartón-piedra, con su historia verdadera, con la caras limpias y los bolsillos vacíos. Señores: el aire de la procesión no es una metáfora de nada; y el aire putrefacto de Duchamp ya no lo respira ni el Presidente de la V República de Francia.