Leí hace poco que un turista pidió un plato de marisco. Se lo zampó. Pidió otro, y otro. Engulló langostas, percebes, mejillones y otros frutos del mar durante horas. Se pasó la tarde a dos carrillos y cuando le fueron con la cuenta dijo que no podía pagarla, que no llevaba un duro encima. Acabaron todos en el cuartelillo de la Guardia Civil. Fue en Formentera, y el turista, un italiano glotón y gorrón, puede acabar con una pena de prisión que va de los seis meses a los dos años, porque tuvo la mala idea de zamparse más de 400 euros en marisco. De haber comido menos, se hubiera librado con una multa.

También leí que en el aeropuerto pillaron a un tipo con una extraña mata de pelo. «Oiga, ¿qué lleva usted aquí?», preguntó la policía de aduanas. «Un peluquín», dijo el viajero, que había desembarcado en la ciudad procedente de Sudamérica. «A ver, a ver... Déjeme ver ese peluquín». El tipo llevaba oculto bajo el adorno capilar una especie de boina con una libra de cocaína. Lo trincaron de inmediato, no hay ni que decirlo, y la fotografía que traían los periódicos daba risa, porque ¿en serio creía que no se fijarían en esa pelambrera?

Son las noticias del verano, las mejores de todo el año. Forman una tradición que merece la pena conservar. Las vacaciones de nuestros líderes patrios y de los principales columnistas forjadores de opinión pone la prensa en manos de los becarios y éstos echan mano de lo que hay, las noticias del verano: el turista glotón, el extraño peluquín, la serpiente pitón que se cuela en casa de la vecina, un platillo volante sobre el Llobregat, el paisano que afirma tener poderes telequinésicos o ese experto que afirma que la Gioconda padecía esteatopigia y esas cosas tan divertidas que, por fin, salen a la luz. Clásicos del verano son también que hacer calor (pues ¡claro!) o que se ha avistado un tiburón frente a la costa.

Los tiburones son noticia desde que Spielberg convirtió un mal libro en una gran película y Tiburón nos puso el cuerpo malo cuando al día siguiente pisamos la arena de la playa. No falta un verano desde entonces en que no se haya avistado a un ferocísimo escualo con ganas de comer, un jaquetón lo menos, nadando alrededor de los bañistas. Pero, que yo sepa, todavía no se ha zampado a nadie. El año pasado, o fue el otro, no recuerdo, un pez le mordió el dedo a una bañista, pero no era un tiburón. Poca broma, que el mordisco de un bacalao duele, pero si no es de piraña, no me vale.

Todavía queda verano por delante y espero con ganas la aparición del monstruo marino, porque será signo de normalidad. Ahora tengo que conformarme con presenciar, con pasmo, hastío y no poca desesperación, los mordiscos que se arrean unos a otros por formar o no formar gobierno, o por haberlo formado con éste o con aquél, aquí, allá y acullá. 

No están obligados a compartir mi opinión, pero creo que ahora nos conviene un gobierno aproximadamente de izquierdas y, dentro de lo posible, ni guay ni cursi, porque estoy de lo cursi y de lo guay hasta los mismísimos. Llevamos diez años de una crisis que ha destrozado el Estado del Bienestar y provocado el mal de muchos. Parece que las cosas comienzan a ir un poco mejor y creo que ha llegado el momento de deshacer entuertos y repartir las ganancias. Si crecemos sin reducir las desigualdades sociales o sin reparar el daño causado a la sanidad pública, la educación o los servicios sociales, creceremos mal. Es lo que yo creo.

Por eso, mientras espero a que lleguen mis tardías vacaciones, contemplo con pesar la piscina llena de tiburones en que se ha convertido la política. Otros la contemplarán con rechazo, mal asunto. El tiburón que cada año pasea por las playas catalanas es, en comparación, ese amigo tan querido y bonachón al que vemos de tanto en tanto.

Mientras se arrean mordiscos en tertulias y parlamentos, disfrutaré de maravillosas lecturas frente al ventilador, que es donde se está mejor. Después de merendarme dos libros excelentes, Los palimpsestos, de Aleksandra Lun, o Microgeografías de Madrid, de Belén Bermejo, me dedicaré a Agatha Christie, otro clásico de mis veranos, y releeré algo de Nietzsche, de Chandler o de Cervantes, todavía no lo tengo decidido. ¡Tengo tanto por leer, tanto...!