Están las librerías y están las tiendas de libros. Las segundas suelen ser grandes superficies, franquicias o establecimientos de empresas de cierto tamaño, que venden libros y, cada vez con mayor frecuencia, cualquier otra cosa. Existe una versión electrónica de las tiendas de libros, con amplísimos catálogos y una caja con una sonrisa de diseño, que, a las pocas horas de haberlo pedido, te dejan el libro en la oficina de Correos o en un buzón. Lo único que has visto de ese libro es una imagen en la pantalla de tu ordenador y lo único que sabrás de él antes de comprarlo son los comentarios y valoraciones que un puñado de internautas que, con sabe Dios qué criterio, han dejado ir por escrito una opinión trufada de faltas de ortografía y errores gramaticales. 

Las tiendas de libros tienen éxito porque preservan el anonimato de quien compra libros y tienen un inmenso catálogo en el establecimiento. Pero, ay, las tiendas de libros no son exactamente librerías. Su filosofía es otra y, por lo tanto, su praxis, que es palabro griego.

Las librerías suelen ser más pequeñas y tienen un catálogo más limitado, pero ¿qué importa? Si no tienen el libro que buscas, lo encargas y lo tienen en un par de días. Y no te importa, porque la librería suele ser la del barrio, la que está cerca de tu casa, en la que confías. Entras y se dibuja una sonrisa en tu boca, o ya entrecierras los ojillos que se han clavado en la mesa de las novedades, con el espíritu depredador de un cazador de libros. Si hay confianza, te saludan por tu nombre y te dicen, nada más pisar la librería: «Luis, ha llegado un libro que está escrito para ti». ¿Y saben lo mejor? Aciertan.

Suelo referirme a «mi» librería como la «librería de guardia», a la que acudo con regularidad. Ya me conocen y saben por dónde van los tiros de mis preferencias lectoras. Si me pongo cursi, digo que, cuando busco lectura, me presento en ese oasis de letras y salgo con buenas medicinas para el alma. No lo niego: paseo por las tiendas de libros, donde me lo paso muy bien, pero, con muy pocas excepciones, compro en «mi» librería. Allí hablo de libros, de lecturas, me aconsejan y opinan, con buen criterio o con criterio conocido.

Si usted es aficionado a la lectura, quizá tenga una o más librerías de confianza, a las que acude con evidente placer o curiosidad. Si en su barrio hay un buen librero, es posible que la librería sea un motor de la vidilla cultural del vecindario. Compiten con las bibliotecas en la organización de clubes de lectura, las hay que organizan charlas o conferencias, algunas cuentan cuentos a los niños… Por el simple afán de supervivencia, las librerías se han convertido en dinamizadores culturales, aunque sólo y exclusivamente vendan libros, pero bien vendidos. 

Tenemos un tesoro en nuestras calles. Otras capitales de provincia españolas no tienen más librerías que la de El Corte Inglés, y no es broma. Barcelona, desde hace muchos años, sostiene un ecosistema librero contra viento y marea. Durante los peores meses de la pandemia, las librerías fueron un salvavidas para muchos y en más de un caso, o más de dos, los vecinos se volcaron en ayudar a sus librerías de confianza. ¿Cómo? Comprando libros, por ejemplo. Las cifras de ventas de libros estos dos últimos años se han incrementado, y ha aumentado el número de lectores. Creo que es una buena noticia.

Por eso, tan a menudo, se me cae el alma a los pies cuando veo la relación de los poderes públicos con el mundo editorial en general y con las librerías en particular, que son el patito feo de las políticas culturales, a quien nadie hace demasiado caso. Es la impresión que me llevo, la verdad sea dicha. No saben la suerte que tienen si tienen cerca una buena librería. Ayuden a sostenerla. Comprando libros, claro. Porque tienen un tesoro a pocos pasos de su casa.