El destrozo del Estado del Bienestar perpetrado por el Govern de la Generalitat desde 2010 ha tenido y tiene consecuencias que saltan a la vista, y una selección de cargos esenciales basada en criterios folclóricos sumamente arbitrarios, también. De ahí el caos y el desastre, tan público como notorio, de la Administración Pública catalana, inmersa en un proceso autodestructivo que cuenta con un irreductible y suicida apoyo popular. ¡Cuánta tontería, por Dios! ¡Cuánta tontería!

Una de las consecuencias de esta inefable gestión de lo público se ha visto en eso que llaman "rastreos". Desde que comenzó la epidemia, sabíamos lo muy importante que es una detección precoz y un seguimiento de los contactos de riesgo. Como quien ve llover, ni caso. A principios del verano, nos vendieron con fuegos de artificio que pasaríamos de 300 a 1.000 rastreadores, pero hace una semana anunciaron que, por fin, incrementaríamos su número de 50 a 600… que todavía no se han puesto a trabajar, también cabe decirlo. ¿Se han fijado en las cifras? Así va todo.

La falta de rastreos hace daño y tiene un efecto secundario: no sabemos dónde se han producido más de la mitad de los contagios, tal cual. No sabemos si ha sido en la oficina, en el autobús, en un bar, en un gimnasio o al sacar al perro para que haga pis. Por tanto, las medidas para frenar la epidemia tienen un indiscutible punto de arbitrariedad, aunque tengan su lógica y obedezcan a una necesidad objetiva. Pero nos quedamos con las ganas de saber si el cierre de los gimnasios, por ejemplo, es una medida realmente efectiva o influye poco, con números en la mano. Quien dice gimnasios dice cualquier otra cosa.

Pero hay un sector, sin embargo, que contribuye menos que ninguno a la propagación de la epidemia. Hablo, en efecto, de los museos, y verán por qué lo digo.

Se han cerrado bares, teatros, gimnasios, centros de belleza… pero los museos han continuado abiertos. La gente ha quedado recluida en su término municipal, sin poder salir de él los fines de semana y fiestas de guardar, sin nada mejor que hacer que ir a un museo, ¿verdad? Los museos ofrecen pases, descuentos y medidas de seguridad e higiene a tutiplén, además de cultura, conocimiento, saber y belleza. ¿Por qué no visitar los museos de Barcelona, sin agobios ni aglomeraciones, con la calma que merecen, ahora que podemos?

Pues no. Nada de eso interesa. Los museos de Barcelona han perdido visitantes. No uno ni dos, sino el 70% de sus visitantes. En algunos casos, incluso más del 70%. El Museo Picasso ha perdido el 90% de sus visitas; el MNAC, el 75%; el MACBA, un 80%… Vamos, un desastre. Es que no vienen turistas, me dirán, pero ¿no hay barceloneses, acaso?

Como si no hubieran o hubiesen. Un barcelonés no pisa un museo de su ciudad ni que lo maten. Ni siquiera ahora, que no tiene nada mejor que hacer. En verdad, causa pasmo y consternación el profundo desinterés de los barceloneses por sus museos. Si se comparan las cifras con las de Madrid, duelen.

Quizá el Ayuntamiento podría colaborar un poco, haciendo que la visita al MNAC, uno de los mejores museos de España, sea más fácil, porque vaya excursión hasta ahí arriba, pero eso es una gota de agua en medio del mar. La falta crónica de inversión en cultura y un clima provinciano, carca, cada vez más cerrado sobre sí mismo y carente de ideas, pero rico en ocurrencias, eso sí, podría ser parte del problema. Digo parte, pero podría ser la parte o el todo. En cualquier caso, el declive cultural de Barcelona está ahí, delante de nuestras narices y, a la vista de esta realidad evidente y objetiva, ningún lugar público más seguro y tranquilo que un museo.