Me dicen que seis de cada diez barceloneses prefieren beber el agua embotellada que el agua del grifo. Prefieren acarrear botellas y garrafas de aquí para allá y pagar mil veces más por un litro de agua que, en el mejor de los casos, tiene la misma calidad sanitaria que la del grifo. Luego ya me dirán qué hacemos con tantos envases vacíos, casi ninguno reutilizable. Las botellas de agua ya suponen el 2% de todos los residuos de la ciudad de Barcelona, y un 2% es mucho. Concretamente, son más de 700 botellas de litro y medio por habitante y año. Ahí es nada, ahí lo dejo.

Supongo que estas razones pesan en la campaña para promover el consumo de agua del grifo que la Asociación de Restaurantes Sostenibles y Aigües de Barcelona iniciarán a partir de octubre. Se repartirán vasos y jarras diseñadas para la ocasión y los sedientos que arriben a estos locales serán obsequiados con un vaso de agua del grifo de manera completamente gratuita. Así será satisfecha la tercera obra de misericordia: dar de beber al sediento.

Antes del verano, Baleares, Navarra y Andalucía querían promover la obligatoriedad de servir de forma gratuita agua potable no envasada (i.e., agua del grifo). No sé en qué han quedado estas intenciones, aunque sé de buena tinta que la tercera obra de misericordia se ejerce en muchos bares andaluces. A la que te ven llegar con el sofocón del veranillo cordobés, pongamos por caso, lo primero que hacen es servirte un vaso de agua bien fresquita. Luego, una vez te han salvado de una muerte prematura, preguntan si hace un fino o una cervecita fresca, y allá cada uno con sus gustos y presupuestos. Pero aquí, en Barcelona, se estila la racanería y en la mayoría de establecimientos no te dan gratis ni los buenos días.

En muchas ciudades europeas también te sirven un vasito de agua con el café, sin hacer preguntas. En París, en Viena... En uno de mis viajes a Italia, me senté en una terraza, pedí un «espresso» y me sacaron un vaso de agua «frizzante» de San Benedetto, una chocolatina, unas galletitas, un surtido de azúcares y edulcorantes inacabable y un café buenísimo, que no he probado uno igual. Además, me dieron conversación y pasé, a fin de cuentas, una tarde estupenda. Pero, en Barcelona... ¿Qué les voy a contar que ya no sepan?

Por eso, que sean tan amables a partir de ahora de obsequiar con un vaso de agua fresquita a los sedientos me parece admirable y digno de aplauso. A ver si se extiende la costumbre, caray. Porque, la verdad, ¡buena falta nos hace! Recuerden que hace unos días pasamos por una abrasadora «ola de calor» y ¿qué no hubieran dado entonces por un salvífico vaso de agua bien fresquito? ¿Eh? En esta clase de situaciones, pronto el achicharramiento, no se trata ya de una obra de misericordia, sino de un derecho humano, me parece a mí.

A los calores de este verano sucederán otros calores, este otoño, y todos coinciden en ello. Ánimos exaltados, mentes calenturientas, ganas de grita y resquemores de todo tipo nos pueden amargar el dulce otoño. Visto el peligro, ahí va mi propuesta. En tales circunstancias, por el bien de la comunidad, tendrían que salir aguadores a la calle, a repartir agua del grifo bien fresquita a diestro y siniestro, por ver si así se apaciguan tantos ardores y podemos, todos juntos, tomarnos un café en paz.