Como leer y escribir no dan para mucho, compagino estos verbos con el trabajar. Eso hago en una fundación que tutela personas incapacitadas judicialmente. De vez en cuando me toca cubrir el turno de urgencias y llevo encima un teléfono por si las moscas. Suelen llamarme a horas intempestivas en caso de un ingreso hospitalario o en caso de fallecimiento. Una murga, pero hay que llegar a final de mes.

El pasado martes tuve que acudir a una de estas llamadas. Llegué justo después de que el médico certificara la muerte de uno de nuestros tutelados. Esperamos en su casa la llegada del forense, que venía de los juzgados para proceder al levantamiento del cadáver. Una pareja de policías ya avezados en estos trámites y un servidor, que era la primera vez que se veía en uno de ellos, compartimos un par de horas de guardia, hasta que llegó el forense y se llevaron el cuerpo.

El finado sufría varias enfermedades crónicas, entre las que destacar el alcoholismo y la drogodependencia. Vivía en un cuchitril, sucísimo y misérrimo, y pueden imaginarse el resto, les ahorraré los detalles. El problema era que no había habido manera de conseguir su internamiento en algún centro que pudiera hacerse cargo de él, cuidar de su salud e higiene. Personas como él quedan excluidas del sistema y no encuentran más que desamparo institucional. Lo poco que todavía queda está desbordado por falta de recursos y desarbolado por quienes gestionan los asuntos de nuestra política social.

He visto mucho en el poco tiempo que llevo con este trabajo. He conocido a grandes profesionales de la sanidad pública o de los servicios sociales, pero también he visto la precariedad en la que trabajan y el estropicio cometido por las autoridades estos últimos diez años. A veces me gustaría que el «conseller» de turno padeciera tantísimas horas tirado en una camilla, en el pasillo del servicio de urgencias de un hospital, con un buen dolor de tripas. Que, en medio de su agonía, se diera cuenta de la ineptitud del gobierno al que pertenece, de la intrínseca maldad de los recortes que aplicaron con tanta alegría.

¿Cambiaría alguna cosa si los cargos públicos padecieran en sus propias carnes las listas de espera, los cierres de plantas de los hospitales, la saturación de los CAP o de los servicios de Urgencias...? ¿Cambiaría si sus hijos no pudieran ir a una escuela privada o concertada y tuvieran que enfrentarse a las escuelas públicas, con menos horas lectivas, menos medios y más niños por clase? Dicen que una sociedad es justa sólo cuando las personas menos favorecidas tienen las mismas oportunidades que usted o que yo. ¿Es éste nuestro caso?

No tengo más que palabras de elogio y agradecimiento al personal sanitario, al que trabaja en residencias o en los servicios sociales, al que está al pie del cañón intentando ayudar a la gente en lo que se pueda. En cambio, no siento más que desprecio por aquéllos que, desde las más altas instancias, no hacen más que restar medios y añadir dificultades a su trabajo. En los últimos diez años, los que ahora mismo gobiernan desde la plaza de Sant Jaume han superado varias veces la línea roja con una política de recortes del gasto público simplemente imbécil. No se me ocurre otro adjetivo mejor que no sea decir que su proceder ha sido estúpido. Han destrozado la educación, la sanidad públicas y los servicios sociales. Con las cifras en la mano, Cataluña es la Comunidad Autónoma que menos dinero invierte per cápita en estas tres cosas. ¡La que menos! Y se nota, vaya si se nota.

Ahora sírvanse a escuchar el balance que hizo de su primer año de gobierno el inefable presidente Torra. Les hago un resumen: sus principales iniciativas han sido autorizar la venta de leche cruda al detalle y promocionar la ratafía artesanal. Una u otra acción es un atentado contra la salud pública. Sus socios de gobierno, y socios de la convergencia desde hace ya demasiados años son los republicanos de ERC. Maravíllense de que todavía quede gente que los considere de izquierdas, incluso progresistas, o que sostenga que son «moderados», cuando están tanto o más chiflados que sus socios.

Alguno me echará la caballería por encima. Vale. Sólo espero que algún día no necesite la ayuda pública para un tratamiento médico o una asistencia social. Porque entonces ya será tarde.