Como es sabido, si alguien que usa el castellano escribe o dice Lérida o Gerona lo que de verdad hace es menospreciar a la lengua catalana. Son nombres propios de ciudades que han decidido democráticamente llamarse Lleida o Girona, de forma que no hay más que hablar. Sólo desde la mala fe lingüística se puede traducir un nombre catalán al castellano. ¿Está claro? Pues no. Porque al revés no se aplica la misma norma. Basta con pasear por las calles de la ciudad de Barcelona para comprobar que en ellas no se sigue la regla de no traducir los nombres propios. Por ejemplo, Cuenca, ciudad manchega, tiene una calle en la capital catalana, pero se llama Conca. En la misma línea, la capital de Aragón, Zaragoza, ha sido rebautizada como Saragossa. Incluso la Alhambra, de Granada, ha sido adaptada a la lengua del Principado y convertida en Alfambra.

Nada que objetar a este proceso de traducción al catalán. En realidad, la traducción de nombres de ciudades, personajes y países ha seguido en la historia una pauta clara: si el lugar es relevante, se traduce; si no lo es, se mantiene el topónimo original o una versión lo más cercana posible. Así, se han traducido los nombres de Nueva York (New York), Londres (London), Múnich (Munchen), Basilea (Basel o Bâle, según se use el alemán o el francés), Aquisgrán (Aachen para los alemanes, Aix la Chapelle, para los franceses) o Atenas (Athenai según los griegos). Pero no se ha hecho lo mismo con Newcastle ni con Lugano ni con Glasgow. Ciudades muy importantes para sus habitantes, pero cuya historia apenas ha tenido repercusión en lugares lejanos.

Lo mismo ocurre con los nombres propios de personas. Cualquiera que lea las memorias de autores españoles de hace más de un siglo verá que Shakespeare aparece como Guillermo o que a Marx se le llamaba Carlos y a Descartes, Renato. Y el obispo de Roma es llamado Francesc por los obispos catalanes, aunque hay quien se tomaría muy a mal que a Jordi Pujol alguien lo llamara Jorge.

Traducir nombres propios era, pues, el reconocimiento de la importancia de la persona o del lugar. Sólo un ombliguismo provinciano y nacionalista ha sido capaz de convertir en un insulto lo que de hecho es un homenaje.

Y eso que el catalanismo no ha tenido, aún, un autor como Esteban de Garibay y Zamalloa (1533-1600) quien, según Pío Baroja –otros lo niegan–, sostuvo que el vasco era el idioma que se hablaba en el paraíso terrenal. A falta de alguien así, Cataluña ha tenido y tiene aficionados a inventar historias que defienden que Colón y Cervantes eran catalanes, igual que Teresa de Jesús, quien en realidad no era de Ávila sino que fue abadesa del monasterio de Pedralbes. Sólo les falta añadir que escribían en castellano por la presión franquista. Que sea un anacronismo no hace al caso.

De momento, al supremacismo idiomático catalán le basta con atribuirse en exclusiva el derecho a traducir y a no ser traducido. 

Ahí está el Ayuntamiento de Barcelona: no se contenta con Cuenca y Zaragoza sino que convierte a la propia Castilla en Castella, a España en Espanya (pero cuidado con escribir Cataluña en vez de Catalunya) y dedica una calle a don Pelayo pero lo llama Pelai; al Borbón y recentralizador Fernando VII lo denomina Ferran y a Nilo Fabra, creador de una de las primeras agencias de noticias en castellano, le ha rebautizado en Nil Fabra.

Pero esta norma no se aplica a todos los nombres de personas. Se concentra, especialmente, en los de origen castellano, de modo que si la palabra proviene de otra lengua, se intenta respetar el original. De ahí que Magallanes aparezca en las placas de la calle que tiene dedicada como Magalhães.

No es casualidad ni tampoco ignorancia. Es, en buena parte, odio a lo que suene a castellano. Ahí están las multas a la rotulación en castellano pero no a los rótulos en inglés o cualquier otro idioma. Ya lo decía el poeta José María Valverde, es catalán todo el que vive y trabaja en Cataluña, siempre que no hable en castellano.