Circular por el centro de Barcelona comienza a ser tarea imposible. En moto o en coche. Luego está el carril bici, que tiene una mayor fluidez, pero tampoco los ciclistas están muy seguros, y van pendientes de los patinetes y de los propios coches, cuando giran hacia la izquierda o derecha. Son los nuevos tiempos, los que nos llevan a generar un debate intenso sobre el transporte en las grandes ciudades, con peticiones a las administraciones sobre los recursos que destina al transporte público y con severas críticas sobre la intervención en el urbanismo. En Barcelona se ha convertido en un deporte, en un partido de tenis entre detractores de la alcaldesa Ada Colau y los defensores de las llamadas superillas, como si fueran el gran invento que nos permitirá vivir en plenitud, como si estuviéramos en la Atenas de Pericles, en el ágora pública, respirando aire puro.

Esa dicotomía, sin embargo, puede resultar falsa, porque, como ocurre en todos esos debates tan acalorados, la respuesta la ofrece una tercera posición, más calmada, pero también más profunda. Y hay un hecho que no se pone en cuestión: el calentamiento climático de las grandes ciudades puede perjudicar mucho la vida de los urbanitas, de todos los que preferimos, por las economías de escala que proporciona, dibujar nuestro futuro en lugares como Barcelona, Madrid, París, Londres, o, con otras proporciones, Vitoria, San Sebastián, Málaga, Valencia, Montpellier o Florencia. No vamos a prescindir de las ciudades, en beneficio del campo, como parecía estar de moda durante la pandemia. Pero en esas urbes habrá que actuar y tomar conciencia de que el vehículo privado deberá reducir su presencia.

Por eso, no se entiende mucho ese rechazo frontal a la idea del gobierno municipal de Barcelona, que busca reordenar ese espacio público. No se entiende, porque lo verdaderamente eficaz es entrar de ello en el terreno de juego que marca la alcaldesa y señalar todas las carencias de su proyecto. La patronal Foment, que preside Josep Sánchez Llibre, señala que no se opone a la sostenibilidad ni a la necesidad de reducir la contaminación, sino que reprocha con contundencia el “autoritarismo” de Colau y sus decisiones unilaterales, sin consenso. Y tiene razón, el problema es que parece lo contrario, y lo que transmite es que no quiere saber nada de superillas ni de modificar el urbanismo. ¿Comunica mal?

La crítica que puede hacer daño a la alcaldesa Colau es la que formula Salvador Rueda, fundador de la Agencia de Ecología Urbana de Barcelona. Rueda defiende el concepto de las superillas desde hace años, un término conocido ya desde 1987. Y considera que, de hecho, lo que plantea Colau es una especie de ‘pegado’, que guarda cierta similud con las superillas sin serlo. Lo que hace Colau es “trazar líneas, ejes verdes”, que irrita a Foment, pero también a muchos ciudadanos que no pueden asumir esas bolas tan gordas de piedra en los chaflanes del Eixample ni que se estrechen los carrilles a solo uno para los vehículos en determinadas calles.

Tanto Foment, como el Ayuntamiento y entidades cívicas y sociales, lo que podrían impulsar es un verdadero acuerdo para reformar ese urbanismo, con más plazas, con más espacios verdes y con un plan serio para reducir la presencia de los vehículos particulares, sin cargarse la actividad económica. ¿Es eso posible? Rueda tiene sus estudios, que fijan una reducción solo del 15% de esa circulación de coches y motos.

Lo interesante es que ha sido Foment quien, a través de las jornadas de Rethink Barcelona, ha posibilitado que Salvador Rueda se explique, y señale “que no se estigmatice” la superilla. ¿Pero, qué superilla?

Ese debería ser el debate. ¿Qué superilla, qué nuevo urbanismo?, que exige la nueva situación en las grandes ciudades de todo el mundo. El debate ya no puede centrarse en una especie de resistencialismo al cambio, sino en cómo nos adaptamos a ciudades que, además de incentivar y permitir el trabajo y la actividad económica, deben permitir la vida, una vida mejor que la actual, sin la angustia permanente de la espera del fin de semana para salir a toda velocidad en busca del verde de los valles y montañas.

Rueda lo ha explicado a través de un concepto que choca por su crudeza: “Hay que pasar de ser viandantes a ciudadanos”. ¿Es que no lo somos? No, indica Rueda, porque ser ciudadano implica tener conciencia de todo lo que sucede en la ciudad. Compramos, nos desplazamos, trabajamos, pero también queremos vivir en una ciudad que nos sirva. ¿Es posible? Expertos como Rueda señalan que sí. Entonces, ¿no será mejor colaborar y no buscar el choque de forma continua?

Claro que queda un año hasta las elecciones municipales y ha comenzado una larga carrera por la defensa de cada proyecto político.