Barcelona siempre ha sido una ciudad burguesa. No digo una ciudad de ricos, sino de gente de orden, de los de la caseta i l´hortet, que tenía un buen pasar y solía dar muestras constantes de sensatez. Pero eso era antes del prusés, claro está. Ahora, nuestra pequeña burguesía anda empeñada en una especie de suicidio colectivo que la lleva a votar lo más nocivo para sus intereses, que ya no sabe muy bien cuáles son. Los ricos, a lo sumo, se han mostrado pusilánimes y acomodaticios, aunque eran capaces de apoyar a Puigdemont mientras sacaban el dinero de Cataluña y se lo llevaban al extranjero o a otras partes de esa España de la que, en teoría, aspiraban a librarse. Pero han sido los burgueses de medio pelo –los de piso de propiedad en Barcelona y apartamentito en la costa– los que han echado el resto a la hora de pegarse un tiro en el pie. Y su ejemplo, por cierto, ha sido seguido hasta por quienes más obligados están a desvivirse por el orden y la probidad.

Véase el caso de la conselleria d'Interior de la Generalitat, sita en la calle Diputació. No sé si ya lo habrán quitado –me temo que no–, pero la última vez que pasé por delante pude ver un cartel de solidaridad con… ¿Los Mossos d'Esquadra obligados a ir esquivando adoquines durante los disturbios tras el encierro del rapero Pablo Hasél? ¡No! El cartel reclamaba la libertad inmediata de un tal Carles, detenido por los Mossos durante una de las algaradas, y se responsabilizaba de él una difusa asociación lazi de trabajadores de la conselleria. Al conseller Sàmper, mientras tanto, lo del cartel no parece que le quite el sueño: unos empleados de su, digamos, empresa, se enfrentan a otros, los que están a pie de calle y en el radio de acción del adoquín, y él debe considerar que es un claro caso de libertad de expresión. No sé si todos nos hemos vuelto tontos en esta ciudad, pero yo diría que, en el departament d'Interior de la Chene, sí.

Lo mismo puede decirse de los responsables del Palau de la Música. Tras permitir un expolio de años a cargo de los inefables Millet y Montull, su obligación habría sido tratar de recuperar el prestigio perdido con una programación musical de campanillas y una actitud social acorde con la respetabilidad burguesa que se le supone a tan noble edificio. En vez de eso, en el Palau se han dedicado a albergar todo tipo de actos del lazismo, hasta el punto de que ya no se puede ir ni a escuchar el Mesías de Haendel sin que todo acabe con una pandilla de energúmenos estelados agitando sus banderas, cosa que no tiene nada que ver con la música.

Pablo Hasél tampoco tiene nada que ver con la música, pero el Palau no pudo resistirse a un comunicado en solidaridad con semejante tarugo violento. Nadie se lo había pedido. Fue una clara sobreactuación. Y obtuvieron la respuesta más adecuada cuando ciertos manifestantes del sector más bestia rompieron unas vidrieras (supuestamente) centenarias del auditorio nostrat. Yo diría que les está bien empleado, por meterse donde no les llaman. Pero lo que más me llama la atención de la dirección del Palau es cómo colaboran de buen grado con la destrucción del simbólico establecimiento que deberían preservar por encima de todas las cosas.

Insisto en que no sé si todos en Barcelona nos hemos vuelto idiotas, pero lo de la conselleria d'Interior y lo del Palau son dos señales evidentes de que mucha gente ha perdido el rumbo. No sé cuándo se caerá del guindo nuestro querido burgués de medio pelo, el de la caseta i l´hortet, pero igual cuando lo haga ya es demasiado tarde para salvar la casa, el huerto y hasta su cuenta bancaria. La historia ofrece ejemplos previos de inexplicables suicidios colectivos, pero el nuestro es tan especial que constituye, por fin, todo un hecho diferencial.