Cuando Heidegger escribió que «el lenguaje es la casa del ser» se olvidó de añadir el adjetivo «alemán», pues sólo desde la perspectiva de un nacionalismo fanático, visceralmente contrario a las ideas ilustradas, el progreso o la democracia puede entenderse lo poco que puede entenderse de su filosofía. Su Discurso del Rectorado resume mil veces mejor quién es y qué sostiene Heidegger que la hueca verborrea de Ser y Tiempo. Sin embargo, nos sirve para subrayar la importancia del lenguaje en el mundo, que quizá señaló con más rigor su contemporáneo Wittgenstein, al observar que el significado de una palabra lo proporciona su uso o, anteriormente, al señalar una obviedad, que más vale mostrar que decir, cuando no sabes cómo decirlo.

La filosofía del lenguaje es una de las principales aportaciones al pensamiento occidental del siglo pasado, pero es también nido de abundantes tonterías. Permítanme decirles que soy de los que cree que el mundo no cambia por cómo lo digas, sino por lo que hagas con él, aunque no todo el mundo está de acuerdo conmigo. Dicho lo dicho, conviene prestar mucha atención tanto a lo que se dice como a cómo se dice, incluso señalar aquello que procura no decirse, donde se oculta muchas veces la trampa. Especialmente, en política.

El otro día leí que el Ayuntamiento de Barcelona examinaba no sé qué normativa sobre circulación que mencionaba a los «vehículos de movilidad personal». Me parece a mí que cualquier vehículo que utilice yo para moverme es un vehículo de movilidad personal, que también podría decirse de cualquier vehículo que fuera mío o exclusivamente para mí, pero resulta que nuestros ilustres munícipes se referían a los patinetes. Tal cual. Pues no les costaba nada decir «patinetes», digo yo.

Es tan habitual esta fea costumbre…

Se sabe que una secta crea más pronto que tarde un lenguaje esotérico, sólo accesible a los iniciados, para excluir a los demás y crear una cohesión de grupo, tribal e instintiva, que permita distinguir entre «nosotros» y «ellos». Es algo que va más allá de la jerga o del lenguaje técnico, es un giro forzado del lenguaje, una tergiversación con un claro propósito: «crear» un «mundo propio» donde la crítica racional a esa ideología no puede tener lugar.

El fundamento del lenguaje políticamente correcto se basa en cambiar el mundo mediante un cambio en el lenguaje, con una intención determinada, pero ¡atención! Esa misma idea subyace en los populismos y nacionalismos que pretenden minar el fundamento ilustrado y progresista de las democracias liberales. Poco se habla de la burla que hizo Trump del lenguaje políticamente correcto que tantos votos le hizo ganar. Porque es cierto que la corrección política orilla muchas veces lo grotesco y ridículo, pero no es menos cierto que, cuando se emplean con alegría palabras como «(verdadera) democracia» o «(voluntad del) pueblo», en verdad se promueve un sistema que violenta los derechos de «ellos» e impone el parecer de «nosotros», de modo arbitrario y aires totalitarios.

He dicho Trump, pero podría haberme referido a la política catalana desde que una turbamulta asaltó el Parlament de Catalunya, cuando el asunto de Banca Catalana. El tumulto acabó con los diputados de la oposición escoltados por la policía y el sinvergüenza de Pujol clamando desde las alturas de la plaza de Sant Jaume que, de ahí en adelante, de ética y de moral «vamos a hablar nosotros, no ellos». Es un ejemplo de libro de populismo y manipulación del lenguaje, perpetuada y santificada por tantos correveidiles a sueldo, y calladamente aceptada por tantos.

En el fondo, el debate político ¿no es una discusión por saber qué significan las palabras? Qué es justicia, qué democracia, qué un vehículo de movilidad personal… Pero recuerden qué significa «discutir». En latín, «discutere» es disipar, resolver; es buscar o compartir una solución, examinar con atención un asunto. Por eso, la labor de un político tendría que ser acordar un significado, no imponerlo; aclararlo, no embrollarlo.

Cuando alguien dice que ciertos actos «no son indiferentes al Derecho» en vez de afirmar, simple y llanamente, que son delito, y acaba comparando el sufrimiento de miles de exiliados republicanos con la fuga de un populista sinvergüenza, dice lo que dice y merece que valoremos sus palabras como lo que han sido: una mierda.