Los situacionistas afirmaban que hemos entrado en la sociedad del espectáculo. Sólo existe lo que se muestra en público y con publicidad, aunque resulte inútil. Guy Debord ya explicó que en los tiempos de los griegos lo que más preocupaba se expresaba con el verbo “ser”. El triunfo del capitalismo impuso la preeminencia del verbo “tener”. La sociedad del espectáculo contempla la primacía del verbo “parecer”.

Las principales instituciones políticas que caen sobre los barceloneses están empeñadas en darles la razón y han convertido el Congreso, el Parlamento catalán y el Ayuntamiento de Barcelona en lugares donde se representan farsas que sólo lejanamente guardan cierta relación con la realidad. Un ejemplo: la pasada semana se ofreció en el consistorio barcelonés un esperpento en el que los comunes, con Ada Colau al frente, se abstuvieron en una votación que descalificaba la acción del Gobierno de España en el que los propios comunes participan. Y no era autocrítica, eso que antes propugnaba la izquierda hoy ensimismada, sino teatro, puro teatro. Representación para el público adicto. Pura apariencia. Salvo que fuera un sacramental en el que se escenificaba, a espaldas de los fieles (como en las misas mozárabes), el sacrificio de Manuel Castells como ministro para que Jaume Asens ocupe su plaza.

Unos días antes, en el Parlamento de la señorita Pepys que tiene su sede en la Ciutadella se aprobaban propuestas impublicables y que, consecuentemente, no han sido publicadas ni tienen consecuencia alguna. No afectan a nadie en nada. Aquello ya no era ni teatro, era pura verborrea. No hace mucho, la presidenta del Congreso decidió que las palabras de una diputada no constaran en acta, como si la realidad no fuera más allá de las páginas oficiales. Lo que no se escribe no se lee y por lo tanto no existe.

La misma semana que la abstención de Colau permitía que se produjera la descalificación de su ministro Manuel Castells, el presidente del FC Barcelona anunciaba a bombo y platillo que dimitiría si se lo pedía un único jugador, Leo Messi. Puede ser muy bueno con los pies, pero el sistema de representación salido de las urnas no permite que una sola voluntad valga más que muchas. Cuando eso ocurre, cuando la decisión de uno prevalece sobre la de la mayoría, no se dice que hay un sistema democrático sino una dictadura. Que el presidente del Barça lo ignore es un asunto bastante grave. Debería dimitir por eso, no porque lo pida un jugador.

Todo parece que se conjure para hacer que las decisiones sean inútiles pero públicas: teatrales, espectaculares. Bartomeu anuncia que dimitiría, pero no dimite; Batet dice que una diputada no dijo lo que dijo, pero lo dijo; el boletín del Parlamento catalán no publica resoluciones que se votaron y aprobaron; el Ayuntamiento de Barcelona reprueba al emérito y al Gobierno porque no tiene consecuencias. Todo se hace pura y simplemente para la galería. Y así se van carcomiendo hasta los tuétanos los cimientos del sistema representativo democrático.

Acaba de publicarse un texto titulado Lo estético es político (sólo disponible en edición digital), firmado por la pensadora argentina Esther Díaz, que repasa tendencias actuales del arte, incluyendo los modernos espectáculos. Coincide, sin citarlos, con los situacionistas. En su libro puede leerse: “La política capitalista se perfila como espectáculo, trata de entretener al votante para seducirlo desde la imagen y que no piense”.

Los situacionistas eran también famosos por sostener que sería muy difícil que se produjera una revolución liberadora si la protagonizaban individuos reprimidos, de modo que propugnaban empezar por liberarse uno mismo (sobre todo sexualmente), antes de ponerse a cambiar el mundo. Quizás sea eso: quizás la izquierda esté muy reprimida (no necesariamente sólo en lo sexual), de ahí que acabe convirtiendo la política en pornografía, ese sexo aparente donde todo lo que se hace tiene como único fin convertirse en espectáculo.