La reforma laboral supone todo tipo de trabas para los sindicatos a la vez que enormes ventajas para los empresarios en las negociaciones de las condiciones laborales, incluyendo los salarios. Para no hablar de los posibles incumplimientos por parte de las empresas de los acuerdos alcanzados. Ese, dicen los trabajadores, es el caso de Trablisa, firma que tiene la concesión de la seguridad en el aeropuerto de Barcelona: que ni siquiera cumple el laudo dictado en 2017. La empresa lo niega. Parece algo fácil de dilucidar, sobre todo teniendo en cuenta que AENA podría verificar los hechos y sancionar a quien mienta. En cualquier caso, el cabreo de los trabajadores debe de ser morrocotudo cuando han decidido una huelga indefinida y amenazan con una de celo, con lo que esto implica. Una decisión que no ha tenido respuesta de la compañía, porque a ésta no le ha hecho falta: el Gobierno ha decretado unos servicios mínimos del 90%, lo que en la práctica significa la anulación total de los efectos de la huelga. El argumento de que ese tipo de instalaciones son un servicio estratégico que hay que preservar no se sostiene. El aeropuerto puede ser un servicio público, su explotación comercial es una cosa muy diferente. Tener vacaciones es un derecho laboral (todavía) pero viajar en avión aquí o allá no es uno de los derechos humanos. La prueba está en que sólo puede viajar quien tiene dinero para ello.

De todas formas, la actuación sindical en este conflicto es un claro ejemplo de pérdida del norte. En la teoría clásica de la izquierda (en la que pretenden estar algunos sindicatos), su función es relacionar las reivindicaciones a corto plazo de los trabajadores con las reivindicaciones a largo plazo. En el caso de la huelga del aeropuerto, no estaría de más que las centrales insistieran en que la reforma laboral es un instrumento que inclina el conflicto entre empresarios y asalariados a favor de los primeros. Un instrumento impuesto por un gobierno de derechas (el PP) y que contó con el voto a favor de otras derechas: exactamente CiU, entonces (2012) dirigida por un Artur Mas que ya había iniciado la deriva secesionista. Podía estar a favor de separarse de España, pero también creía en la necesidad de machacar a los trabajadores. Y la aprovechó.

La actitud del gobierno provisional del PSOE al decretar unos servicios mínimos abusivos es otro ejemplo de cómo puede funcionar una sociedad de mercado en la que los poderes públicos evitan ser árbitro imparcial y se colocan del lado de una parte de los litigantes.

Pero los sindicatos no sólo han perdido una oportunidad pedagógica de libro, es que han asumido reivindicaciones que van contra el viento de la historia. Nada que objetar a las peticiones de aumentos de sueldo y de mejoras en las condiciones de trabajo, pero reclamar una plaza de aparcamiento es un disparate. El futuro de la movilidad obligada no es el coche sino el transporte público o colectivo. Los trabajadores tienen razón al afirmar que, en determinadas franjas horarias, el desplazamiento hasta el aeropuerto es problemático, pero de ahí a reclamar el derecho a ir en coche va un abismo. Y que los sindicatos llamados de clase hagan suya esa reclamación y la incluyan en la plataforma es una barbaridad. Cabría reclamar la organización de transporte colectivo a cargo de la empresa o el coste del desplazamiento en transporte público, pero no más. La mejora de las condiciones de desplazamiento de los trabajadores debe hacerse a través de transporte público. No en vano se ha dotado a las terminales de servicio de metro, además del tren, aunque éste con frecuencias muy pobres. Sin contar con que hay también cuatro líneas de autobús metropolitano diurnas y tres nocturnas.

Aún está caliente el conflicto de Madrid Central y acaba de hacerse público un informe que sostiene que la contaminación (el coche es uno de los principales agentes), es la causante de un tercio de los casos de asma detectados entre la población infantil. El propio avión (como los cruceros) contribuye y mucho a la contaminación y ya ha nacido un movimiento (Vergüenza a volar) que reclama la reducción drástica de los desplazamientos aéreos. Los trabajadores del sector de seguridad del aeropuerto de Barcelona tienen perfecto derecho a ignorar estos hechos, pero ese derecho no se extiende a los dirigentes de los sindicatos, que deberían haber llamado la atención al comité de empresa ante tan reaccionaria reclamación.

Quizás convenga no olvidarlo: los sindicatos son una cosa y los gremios, otra. Aunque los primeros se comporten muchas veces como los segundos.