Llinars del Vallès es hoy una población semidormitorio de la segunda corona metropolitana. Pero a principios de los sesenta era un pueblecito encantador, fundamentalmente agrícola y ganadero, en el que no faltaba alguna industria textil. Había también agrupaciones de casitas que servían para las familias que entonces se llamaban veraneantes, un adjetivo caído en desuso. Hoy las familias ya no veranean, es decir, no pasan el verano entero en un pueblo al que llega el cabeza de familia durante algún fin de semana. En aquellos años, en cambio, madre e hijos (a veces con servicio) se instalaban en un pueblito (por ejemplo Llinars) durante los meses de verano en los que los niños no tenían colegio. Entre los veraneantes de Llinars había un poco de todo, con predominio de la clase media alta de entonces. Tan media que la mayoría ni siquiera tenía coche. De ahí Llinars, con estación de tren y un servicio de autocares que conectaba con Barcelona.

Los veraneantes, eran vistos como paleopijos. Vestían diferente, se agrupaban entre ellos, incluso se sentaban aparte en la iglesia, a la que entonces era casi obligado asistir. Y, además, tenían más dinero para jugar al futbolín (que funcionaba con monedas de peseta) o tomar un refresco. La envidia hacía el resto, de modo que los chavales del pueblo no perdían la ocasión de zaherirles y, de vez en cuando, saludar sus excursiones colectivas con alguna pedrada. Ni que decir tiene que en el baile que cada domingo por la tarde se celebraba junto a la piscina, las niñas del pueblo no bailaban con los veraneantes. Tampoco iban a sus fiestas exclusivas.

Pero hubo un verano en el que una de las chiquillas de Llinars aceptó relacionarse con el grupito de veraneantes. Salía con ellos en bicicleta y acudía a los guateques que celebraban en sus jardines, a los que no entraba ningún otro crío del pueblo.

Lo pagó. Los residentes, chicos y chicas, le hicieron el vacío cuando volvió la normalidad y el pueblo se quedó sin veraneantes. Es una historia menor, sin costes económicos, aunque los tuviera sentimentales.

Lo que está ocurriendo ahora con los comerciantes del centro de Barcelona es casi lo mismo, pero con pérdidas gananciales. Durante los últimos años dieron la espalda a los lugareños, a los barceloneses. Subieron los precios de los productos y rebajaron a veces la calidad, porque no necesitaban a los locales; tenían a los turistas (en verano y durante el resto del año). Ahora los turistas se han ido y los barceloneses les hacen el vacío. Y en esta ocasión no es por despecho sino porque ya han perdido la costumbre de acudir a la Rambla, al Gótico, al Raval.

La Rambla fue durante años una especie de centro de Barcelona. Se iba allí a pasear y, también, a encontrarse con alguien porque era muy probable que hubiera algún conocido. Y quien dice la Rambla dice la calle Ample o la de la Mercè y sus aledaños, pobladas de tascas en las que se podía tomar unos chatos (entonces no se bebía sólo cerveza) acompañados de sardinas asadas, jamón canario, unas chistorritas o incluso una tapa de cabrales con sidra o un caldo gallego.

A medida en que esas calles y los locales que sobrevivieron se llenaron de turistas, la cosa cambió. Muchos negocios se reconvirtieron dejando de ser acogedores para los barceloneses de siempre y todo (la Rambla, las calles de su entorno, los locales nuevos e impersonales y los viejos que aún quedaban) se llenó de gente. Literalmente. Gente desconocida, extraña, anónima, entre la que no cabía la posibilidad de encontrar algún amigo con quien charlar un rato. Ya no había razón alguna para ramblear.

Cuando esa gente, que no era mala gente, se ha ido y no ha llegado otra de repuesto, pero también de paso, el centro de Barcelona ha descubierto de pronto la soledad, el vacío que le hacen los barceloneses antes ignorados.

Quizás se aprenda la lección: del mismo modo en que los campesinos reclaman que la tierra sea para el que la trabaja, la ciudad tiene que ser para el que la habita y no un parque temático sólo para sacar fotografías. Bien está acoger al visitante, pero sin perder de vista que es alguien que llega y también se va. Los veraneantes, al menos, volvían todos los veranos.