A lo largo de los siglos, los artistas se han permitido bromas de gran calibre en sus obras, y podríamos citar docenas. Pero las «performances» y otras «expresiones plásticas» de algunos artistas todavía vivos o recientemente muertos son difícilmente discernibles de una tomadura de pelo. Entre el arte contemporáneo y la tontería existe una finísima y borrosa línea divisoria, y hasta tal punto es fina y borrosa que algunas bromas han de ser consideradas obras geniales, como el famoso orinal de Duchamp o la mierda de artista de Manzoni, que al final, y eso es lo mejor de todo, no era ni siquiera mierda de verdad.

Dicho esto, reconozco que en este asunto en particular soy un ignorante. Por eso me dejo ilustrar por amigos y conocidos que son mucho más entendidos que yo en esta clase de asuntos. Por lo tanto, me reservaré parte del juicio estético que me produce la reciente obra efímera del escenógrafo Sebastià Brosa (1979) encargada por el Ayuntamiento de Barcelona para representar la Navidad, entendida en un sentido amplio y no solamente religioso.

Brosa ha montado una mesa gigante rodeada de sillas estrambóticas, donde parece que estén a punto de sentarse los invitados a un banquete navideño. La escenografía no se autoexplica fácilmente. Por eso, Brosa ha tenido que incluir unos letreros que indican quién se sienta y dónde. El letrero donde pone «Jesús» nos indica que tal personaje se sentaría en un extremo de la mesa. En puridad, en las mesas alargadas el personaje principal ha de sentarse en el centro, no en un extremo. Así puede verse en los manuales de urbanidad y protocolo y en los cenáculos de Ghirlandaio, Andrea del Sarto, Tiziano y un largo etcétera en el que incluir, por supuesto, a Leonardo da Vinci. Pero el arte es lo que tiene, artistas.

La obra cumple a la perfección su cometido primordial, que es, a saber, hacer de la tradición un belén (v. RAE). Es decir, armar un pollo en el que todo el mundo tiene asignado un papel que conoce de antemano y que ejecuta sin sorpresas, a la perfección. Así, mientras el equipo de gobierno de la alcaldesa presume de (post)modernidad y transgresión, la oposición reclama un nacimiento tradicional, con camellos, pastores y «caganer». Sucede lo mismo si se da el caso contrario: cuando son los conservadores los que plantan un nacimiento estilo napolitano (el que gastamos aquí), los otros señalan la carcunda del gobierno municipal y volvemos a tenerla liada.

Si el gobierno municipal de verdad creyera que no puede promover la Navidad por laicismo (porque le corresponde una neutralidad religiosa e ideológica) y por hacer gala de su ideología (porque no puede apoyar una de las máximas exhibiciones de consumismo desenfrenado), si lo creyera de verdad, digo, ni encendería las luces ni haría belenes. Eso sería lo más valiente y coherente. Pero prefiere armar un belén, como cada año, como manda la tradición. Es lo más cómodo.

Mientras unos y otros se arrojan los trastos a la cabeza por una polémica obra de escenografía en la plaza de Sant Jaume, la grita no deja escuchar a la Barcelona que padece los recortes en el sistema sanitario, que no puede acceder a una vivienda, que no dispone de una renta mínima garantizada, que ha de contemplar la degradación de los barrios donde ha vivido siempre, que no tiene un tranvía que cruce la Diagonal de arriba abajo, que sufre los recortes presupuestarios que han sido y que serán en toda clase de servicios sociales y culturales, etcétera. Creo que cualquiera de ustedes, lectores míos, con independencia de su querencia política o ideológica, podría señalar uno o varios problemas reales y cotidianos (y algunos de ellos muy graves) por los que nadie está haciendo nada.

El ruido que nos echan encima no es más que el sonido del desgobierno. Que nadie se haya sentado todavía en la mesa que ahora preside la plaza de Sant Jaume es, involuntariamente, una muy oportuna metáfora de ello.