Pablo Iglesias estuvo en Barcelona promocionando su nuevo libro, Verdades a la cara, para el día de Sant Jordi. En una de sus frases grandilocuentes dejó caer que el verdadero sentido de una fiesta como esta es la ocupación de las calles. Mucho antes, en febrero, el teniente de alcalde Jordi Martí ya había anunciado a bombo y platillo que la feria del libro de este año se iba a celebrar en una superilla de 120.000 metros cuadrados, equivalentes a cuatro campos de fútbol. Paseo de Gràcia y Rambla de Catalunya, además de cinco de las calles que cruzan ambas vías, cortados al tráfico y puestos al servicio de la industria editorial; o del libro, como se prefiera. Si en 2019 hubo 240 paradas, este año serían 300.

Una tormenta no demasiado extraordinaria y previsible para abril --el jueves se había suspendido el Barcelona Open Banc Sabadell-- estuvo a punto de provocar un desastre por la negligencia de los organizadores y la fragilidad de los puestos callejeros, según se desprende de los comentarios de los meteorólogos. Libreros y editores, que admiten haber vendido lo mismo que en 2019, han reclamado compensaciones por el lucro cesante, además de por las pérdidas reales.

Algunos de los volúmenes que se mojaron son inservibles, aunque otros podrían ponerse en el mercado con un precio más bajo. Pero la ley del libro impide las rebajas, así en general, aunque contempla la posibilidad de hacerlas en días señalados como Sant Jordi, algo a lo que el sector nunca se presta. Parece que la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona están dispuestos a absorber el quebranto sufrido de forma directa en unos casos, y en otros facilitando que las bibliotecas públicas compren por el importe oficial los ejemplares ligeramente dañados.

En Girona, editores, libreros y consistorio decidieron no conceder ninguna oportunidad a las sorpresas desagradables y unos días antes del sábado acordaron el traslado de las casetas al interior de las instalaciones feriales. Alguien dirá con razón que la previsión del tiempo era peor en el norte que en Barcelona. Pero es que el año pasado, sin lluvia, la feria de Girona se movió desde su ubicación tradicional en el centro de la ciudad al parque de la Devesa, al aire libre. Y lo hicieron por cuestiones de higiene pública en plena pandemia: en esta ocasión sólo han tenido que desplazarla un poco para ponerla a resguardo.

¿Qué razón pueden dar los organizadores de Barcelona para rechazar un plan B que contemple la posibilidad de que la muestra se celebre, por ejemplo, en la Fira de Montjuïc, uno de los pocos recintos feriales de Europa en el centro de la ciudad? Que con esa fórmula no ocuparían las calles. Ah, pues, vale.