La Barceloneta evoca los viajes de mi infancia, en autobús, de la mano de la Tieta de Serrat, que siempre disponía de tiempo para los hijos que no pudo tener. Volví a pensar en aquellos autobuses cuando leí Tranvia a la Malvarrosa, de Manuel Vicent, una maravillosa novela que sitúa la iniciación de la adolescencia en los viajes del protagonista a la gran playa de Valencia, durante el franquismo. Las playas de las ciudades con mar, cerca del puerto, en general, son como los barrios, parte de su identidad, porque componen el paisaje y la memoria de sus gentes. La Barceloneta, en cambio, nos la han arrebatado. Quizás ya sea tarde, pero hay que hacer todo lo posible por salvarla. Es parte de nosotros.

El sol oblicuo de otoño, las partidas de dominó, las tortillas de la abuela y hasta el bronceado tardío de las señoras de la vida formaban un ecosistema que no necesitaba de normas, porque se basaba en la mejor de todas: la convivencia. Este verano, he tenido la sensación de que la playa no obedece a ni a la una, ni a la otra, como bien describió días después Paula Baldrich en metropoliabierta.com. He conocido playas en el mundo donde se comercia con todo, se hace ejercicio por grupos, se cocina, se ama y hasta se escucha misa, pero organizadas por su propia tradición. Una de ellas es Copacabana, pese a los prejuicios que siempre provoca Brasil en el pensamiento occidental. Las playas de Río, incluso, se ordenan en función de las clases sociales: a Copacabana, la más popular, le suceden Ipanema, Leblon y Barra de Tijuca.

La Barceloneta de hoy no tiene nada que ver con Copacabana. No es un lugar donde se desatan las pasiones, sino un vertedero de pasiones. El barrio, asimismo, sufre una degradación mayúscula, no sólo por la incontrolada invasión turística que cada año lleva la capacidad logísitica de Barcelona al límite. También por la falta de un plan claro por parte del Ayuntamiento, hecho que ha provocado sucesivas protestas vecinales. Al ruido y la suciedad se une, ahora, la inseguridad.

La expansión de la Barcelona olímpica no acabó de definir cuál debía ser la ubicación de este antiguo barrio de pescadores en el nuevo diseño litoral, más abierto al mar. A uno y otro lado, emergía la ciudad futurista mientras que en las angostas calles centrales de la Barceloneta permanecía la ropa tendida. De nostálgica belleza, todo es compatible si se hubiera acompasado con un proyecto institucional de ayudas para la remodelación de edificios y calles, como se hizo en otras zonas de Ciutat Vella. Hoy, en cambio, la Barceloneta no mira al futuro y quienes la invaden tampoco dejan mirar al pasado.