Estábamos todos enfrascados mirando nuestros teléfonos móviles mientras caminábamos por uno de los andenes de la línea 4 del metro en Paseo de Gracia cuando oímos gritos y llantos. Una mujer se lamentaba mientras perseguía a quién había intentado robarle el bolso que llevaba dentro de la mochila que colgaba a su espalda.

Levanté la mirada de la pantalla de mi móvil con la habitual autojustificación de que alguien haría alguna cosa para solucionar el problema. Encontré a la mujer, aun entre sollozos, en el vestíbulo que da a la salida y que permite el transbordo hacia la línea 3. La acompañaban dos mujeres que intentaban consolarla. Al parecer había conseguido salvar su cartera.

Un hombre se acercó y nos enseñó una placa de policía. Nunca habría pensado que pudiera serlo si no llega a ser por esa identificación. Le preguntó a la mujer algún dato que permitiera identificar al ladrón frustrado. Mientras ella explicaba que era más bien bajito y que llevaba una gorra, un hombre salió de dentro de la cabina para hacerse fotografías de carnet que tenía a su espalda. El policía lo agarró con fuerza por el brazo y lo puso delante de ella. “¿Es este?”, le preguntó. Ella dudó pero acabó diciendo que no. El policía debía conocer al sospechoso porque lo envió a la calle con contundencia y gritándole a voces: “¡Cállate la boca!”.

Segundos después, ella se lo repensó y dijo que quizás con la gorra puesta quizás identificaría a ese hombre como el presunto ladrón. Otro policía que se había unido al grupo fue a por él, momento que aproveché para retirarme. Cuando la escalera mecánica me llevaba a la calle, vi como policía y sospechoso bajaban al encuentro del grupo que les esperaba. Por el comportamiento de los policías y del hombre retenido deduje que se conocían de otras ocasiones. Que no era la primera vez que se cruzaban en una situación similar.

Mientras iba a lo mío pensé que lo que para mí y para la mujer a la que habían intentando robar había sido una novedad para ellos era una rutina. En otras ocasiones, he observado movimientos extraños en el interior del convoy que hacen suponer que algún ‘amigo de lo ajeno’ está preparando una acción. Incluso en algún caso he sospechado que la víctima era yo y he acelerado el paso o cambiado de posición dentro del vagón. La del otro día fue mi primera vez con una policía enseñando la placa de por en medio.

Me quedé con la cara de todos. De los policías y del presunto ladrón. Por si hay una próxima vez, saber situarme más rápido.

Y me quedé con tres impresiones. Una, que el zarandeo que le propinó el agente de seguridad al supuesto ladrón fue quizás excesivo. Que el mal trago le tocó a una usuaria habitual del metro y no a uno de esos turistas que parecen reclamar a gritos que les roben con sus mochilas abiertas o dejadas al alcance de cualquiera. Y que lo de las cámaras de videovigilancia muy disuasorio no es.