El Ayuntamiento de Barcelona acaba de descubrir las virtudes de la represión. Ha anunciado que, a partir de ahora, multará los comportamientos inadecuados. Por ejemplo, piensa sancionar a los que pintarrajean las paredes y las puertas de otras personas o el mobiliario urbano. Gente que se las da de artista pero que, en general, produce unas obras lamentables. El resultado se parece más a la suciedad que a cualquier tipo de arte, incluido el de las tendencias feístas. De hecho, el consistorio ya podía multar a estas personas, pero no se aplicaba a ello en nombre de una tolerancia muy mal entendida. Ahora dice que actuará. Habrá que verlo.

También piensa multar a los que hagan un ruido excesivo, sobre todo por las noches. Ya ha instalado 11 sonómetros en otros tantos puntos de la ciudad en los que los vecinos se quejan de que no pueden dormir. Con esos aparatos podrá comprobar lo que todo el mundo sabe: que hay ruidos insufribles. Quizás hubiera sido más barato enviar a la Guardia Urbana. Pero como algunos de esos puntos son plazas y calles peatonalizadas y los municipales van habitualmente en coche, pues igual no pueden entrar.

De todas formas, no se entiende demasiado bien que si se pretende evitar el ruido nocturno se permita que los conciertos del Primavera Sound se prolonguen hasta las 5.30 de la madrugada. ¿Será que los altavoces suenan peor cuando hay luz de día? Tampoco se entiende que buena parte del ruido excesivo de Barcelona proceda de los vehículos de las concesionarias de la limpieza. Y a cualquier hora.

Tras el furor represivo, en Sarrià ya se ha multado a una vecina por tener un tiesto con un limonero ante la puerta de su casa obstaculizando el paso de los peatones. No se multa, en cambio, a los centenares de motos en las aceras, especialmente frente a los talleres de reparación. ¡Uf, vaya trabajazo!

Hasta ahora un sector de la izquierda sostenía que el hombre es bueno por naturaleza. Si se comporta mal se debe a que la sociedad lo pervierte, de modo que la culpa es de la sociedad y no del individuo que molesta a los demás, gritando, robando, agrediendo o atropellando. La solución, concluía esa izquierda, era la educación. Por si alguien quiere ejemplos de cómo la educación evita comportamientos nocivos: Bárcenas y sus amigos; Laura Borràs y su amiguete, o gran parte de la familia real española, además de unos cuantos curas que se pirran por los niños. Todos ellos con estudios superiores.

Se dirá que una cosa es la enseñanza y otra la educación. El problema entonces es saber quién puede educar en el sentido de fomentar el sentimiento de convivencia y de respeto al otro. Que la escuela (desde primaria a la universidad) ha fracasado en el empeño (si lo tuvo), eso no ofrece la menor duda.

Y suponiendo, y es mucho suponer, que la educación evitara comportamientos incívicos, ¿cuánto se tardaría en universalizar un sentimiento interior que impulsara a evitar el mal? Años, como poco. Y mientras tanto ¿qué?

Evitar los comportamientos incívicos es una obligación de los poderes públicos y no es reprimir sino defender los derechos de los agredidos. La gente tiene derecho a dormir por las noches, a pasear por la calle y que esté limpia y sin obstáculos, a no respirar porquería, a tener la pared sin garabatos. Por hablar sólo de los aspectos que dependen del consistorio, gobernado por la izquierda. Aceptando, con cierta benevolencia, que son de izquierdas comunes y PSC.

De parte del Govern de la Generalitat, esperar que atienda a los derechos de todos es una quimera. Sus miembros ni siquiera tienen pulsión universalista. Lo suyo no es pensar en términos globales sino particulares: los de quienes les votan o ellos creen que les votan. De ahí que no hagan nada por arreglar el tráfico de las autopistas que perjudica especialmente a las ciudades en sus entradas y salidas. Lo único que hacen es inventar excusas exculpatorias. Y también un poco el ganso. Como cuando el consejero de Interior, Joan Ignasi Elena, propone quitar los peajes de la C-32 (la que lleva hasta Vilanova, su pueblo) si se llena la AP-7, a la misma hora en que el consejero de Movilidad, Jordi Puigneró, lo rechaza. En la misma línea cabe incluir que el lunes un consejero pida más infraestructuras, el martes otro rechace la prolongación de la B-40 y la ampliación del aeropuerto y el miércoles alguien vuelva a pedir más obras a las que oponerse.

Y si al final el Gobierno central hace algo y las cosas mejoran, siempre quedarán los CDR para sabotear las vías del tren o plantarse en la Meridiana. Pero a esos nadie los multa.