Este año, en el que Gràcia no se ha llenado de multitudes ajenas al barrio, es un buen momento para repensar el tipo de fiesta urbana que se quiere. Las que se han venido celebrando últimamente sólo tenían con las originales el nexo de la historia, pero no se parecían en nada a unas fiestas de barrio tradicionales que, dicho sea de paso, a veces eran bastante cutres, con atracciones manifiestamente mejorables. Carlos Fernández Liria acaba de publicar un curioso texto titulado Sexo y filosofía (Akal) en el que puede leerse: “Los ancestros tenían historia, nosotros tenemos costumbres, ritos, liturgias” y añade: “Lo primero era un acontecimiento histórico, lo segundo es una fiesta”. Es decir, una repetición pautada con ligeras variaciones, pero sin creatividad alguna. Y eso son también muchas de las fiestas de agosto, incluidas las de Gràcia, las de Sants y las de tantos pueblos catalanes.

Lo peor, con todo, no es que se repitan sin originalidad sino que se han mercantilizado. Por más voluntad creativa que se eche a los decorados (como ocurre con los monigotes de las fallas), lo que hay que hacer está decidido de antemano, y eso acaba produciendo un barroquismo trasnochado. Y el colofón de la fiesta no es la comunión de los vecinos sino la muchedumbre y el dinero que ésta gasta en puestos y tenderetes, bocadillos y bebidas.

Hay quien va más lejos y sostiene que la fiesta (las de Gràcia incluidas) no es más que una excusa para darle a la cerveza o a cualquier otra mezcla espirituosa. Es una posibilidad, aunque no resulte demasiado edificante. Hubo un tiempo en el que ir borracho por las calles era algo vergonzoso. Ya no. Debe ser que vomitar por los callejones (o realizar otras actividades biológicas contra las paredes) es un síntoma de mejora de la calidad de vida. Sacar alcohol hasta por los sobacos, ¡eso sí que es vida! Otra cosa es qué clase de vida.

Este año, al menos, las fiestas de Gràcia serán de Gràcia, apartadas de la presencia de gente procedente de toda Barcelona y de muchas otras partes atraídos por lo que en los últimos años se había manifestado como una gran atracción: la algarada, cuanto más violenta mejor. ¡Eso también es vida! También es edificante y creativo.

Las fiestas de este año han sido calificadas de virtuales. En realidad, ya eran virtuales las de años pasados. Semejaban ser fiestas, pero eran de diseño. Daba lo mismo vivirlas en directo que a través de un juego de realidad virtual. Eso sí, con las características de la fiesta mediterránea: ruido, mucho ruido. Como esos días no pasan coches y motos por las calles, hay que poner los altavoces a toda pastilla. No es extraño que algunos vecinos de la antigua villa aprovecharan estos días para irse al quinto pino. El problema, sin embargo, es que la virgen de agosto (el 15 de ese mes) celebran la fiesta mayor muchos pueblos catalanes. Y en ellos los ayuntamientos aplican la misma máxima: financiar espectáculos que produzcan ruido, ¡venga ruido! Y a veces hasta vaquillas, defendidas por los mismos que ridiculizan a los toros. Los grupos musicales lo saben de modo que, además de las canciones de la pachanga, se arman con altavoces que reproduzcan muchos decibelios. Tienen que sonar más alto que los fuegos artificiales, una de las atracciones más ecológicas de las fiestas, esa de quemar pólvora porque sí. Tanto que algunos municipios instalan los andamios de los cohetes en zonas protegidas para que las aves también puedan disfrutar de la intranquilidad del ruido. Del follón, en suma.

Buena parte de esos inconvenientes (que tantos consistorios y ciudadanos ven como imprescindibles para seguir viviendo) se los ha llevado la pandemia, demostrando que no eran tan necesarios. Quizás este año acabe siendo historia y la fiesta de los que vienen recupere la tranquilidad de las calles, la falta de ruido, las celebraciones vecinales. Quizás las fiestas de Gràcia vuelvan a ser las de Gràcia y no las de medio mundo y parte del extranjero.