Estamos en pleno confinamiento y nuestras salidas se reducen a tirar la basura e ir a la compra. Es casi una alegría ir a comprar a los supermercados, porque el resto del comercio está cerrado a cal y canto. Sales de casa pertrechado con guantes y mascarilla, o al menos una bufanda tapándote la boca. Llegas al super y buscas lo que necesitas rodeado en la distancia de un metro y medio, por lo menos, del resto de personas que van a la tienda a lo mismo que tú.

Sin embargo, el coronavirus nos ha cambiado. Nos miramos con desconfianza. Si alguien está en la estantería buscando lo mismo que tú, no te acercas. La distancia física es la misma, pero la emocional ha aumentado exponencialmente. Sales del super y casi lo mismo. La gente parece que te mira mal. Los bares cerrados, el ambiente es lo más parecido a un páramo.

Nos dicen que esto durará pero que lo superaremos. De entrada, no sabemos cuánto tiempo durará. Mientras, miles y miles de trabajadores van al paro y viven en la ansiedad de la incertidumbre. Miles de pequeños y medianos empresarios se temen lo peor porque, de salida, nadie dice cuánto tiempo tardaremos en recuperar el pulso de la ciudad.

Como bien escribía mi amigo y compañero Francesc Arroyo, Barcelona basa su riqueza en el comercio y en el turismo. Un turismo que nunca se acababa porque el sol era un capital eterno y un comercio que se adaptaba a este turismo. A estas alturas, alguien se cree que el turismo volverá a Barcelona de forma inmediata una vez superada la crisis sanitaria. Si nos miramos entre nosotros con recelo, es bastante fácil suponer como nos mirarán los italianos, ingleses, franceses, alemanes o los nórdicos, y no digamos de americanos o chinos. ¿Alguien se cree de verdad que los turistas volverán? No lo harán porque sus arcas estarán mermadas, pero, sobre todo, no volverán porque nos mirarán con recelo.

La riqueza de Barcelona quedará tocada porque el descenso de visitantes caerá en picado, y los autóctonos, al menos un gran segmento de la población, no tendremos la cartera para gastarla en el sector de la restauración ni para ir de compras a los comercios que intentarán engalanarse una vez el coronavirus haya sido enviado al garete.

No quisiera ser catastrofista pero el panorama que se vislumbra no es para tirar cohetes. Jaume Collboni anunció ayer medidas para aplazar impuestos municipales. Bienvenidas sean. El primer teniente de alcalde ha pasado por momentos personales difíciles, pero se ha reincorporado con fuerza y ha lanzado una medida muy esperada. Sin embargo, el aplazamiento está pensado -y no puede ser de otra manera- con el fin de la crisis sanitaria a mediados de abril o finales del mismo mes. El problema es que ni siquiera eso está garantizado y en julio, cuando tengan que pagarse los impuestos, el agua le llegará al cuello a más de un barcelonés, porque la riqueza barcelonesa para entonces no será ni sombra de lo que era.

Sin turismo y sin comercio, la ciudad pasará momentos malos. Hemos estado demasiados años con veleidades, con batallas esotéricas que no nos llevan a ninguna parte y ha tenido que venir el coronavirus para ponernos en su sitio. Barcelona languidecía y el puñetero virus puede darle la puntilla. Y para colmo, el gobierno de Cataluña sólo se dedica a ensalzar el odio contra España, como si eso nos curara del coronavirus que por mucho que Torra se empeñe, con sus lameculos habituales haciéndole la ola desde la televisión pública convertida en púlpito de xenófobos, racistas y patanes de medio pelo, no viene de Madrid. Sino que se pregunte Torra porque Perpignan es una de las ciudades francesas más afectadas. ¿Tendrá algo que ver la peregrinación de esteladas? Parafraseando a la pseudoperiodista Rahola: váyanse a la mierda. No tenemos bastante con el recelo que otros cultivan el odio.