Un amigo me llama por teléfono desde Amsterdam, donde hace escala en su viaje de regreso desde Buenos Aires. Visitaba la capital de Argentina por primera vez, así que le pregunté por su impresión. “Preciosa, una ciudad que lo tiene todo… lamentablemente”, me contó. Lo lamentable, explicó ante mi sorpresa por tal afirmación, es que la ciudad porteña también presenta un alto nivel de inseguridad. “No me preguntes qué es, porque a mí no me ocurrió nada y me moví casi siempre por barrios ricos. Y ya sabes que no soy un paranoico con este asunto. Pero hacía tiempo que no percibía de ese modo la sensación de que en cualquier momento me podía pasar algo malo”, completó.

No es la primera vez que alguien me describe con palabras similares la palpable inseguridad que desprenden ciudades como Buenos Aires u otras grandes urbes de América. Como tampoco me estreno en un acto que surge automáticamente en mí cuando ocurre tal cosa: me pongo a comparar el escenario que describen con mis propias sensaciones cuando me muevo por Barcelona.

La conclusión siempre es la misma: Barcelona es una ciudad segura.

Alguien podría recriminarme de inmediato esta afirmación, para enrostrarme, por ejemplo, el hurto y el pillaje de que son objeto cada día, varias veces, los turistas y otros desprevenidos, sobre todo si se mueven por zonas de alta concentración de extranjeros (como las playas céntricas, el Park Güell, el templo de la Sagrada Família, el Gòtic o similares). También podría oponerme su argumentación cualquiera de los centenares de ciclistas a quienes les han mangado la bici, por muy bien atada que la hubieran dejado. O tendría que escuchar con atención a quienes han sido víctimas de trileros u otras especies de timadores en Les Rambles. Y surgirían más ejemplos de lo que Barcelona muestra diariamente como uno de sus aspectos menos amables.

Por supuesto que entrarían también en el capítulo de objeciones asuntos tan peliagudos como la presencia de narcopisos en Ciutat Vella o las reyertas entre borrachos y drogados en los aledaños de ciertas discotecas u otros lugares de fiesta. Y no hablemos de salir a votar en un referéndum o a manifestarte un día cualquiera, que te cae una somanta de palos de los guardianes del orden que ya no hace falta hacerte un tatuaje (claro que esto también te puede pasar en Girona, en Lleida o en... Sant Esteve de les Roures).

Sin embargo, creo que no ando errado cuando afirmo que esta ciudad ofrece unos niveles de seguridad que permiten caminarla, a cualquier hora y casi por cualquier rincón, sin sentirnos en peligro. Claro que puede suceder alguna desagradable contingencia, que alguien nos quiera afanar el bolso, el móvil, las gafas o cualquier otro objeto con el que obtener algún dinero a cambio. Pero el peligro del que hablaba mi amigo, y al cual me estoy refiriendo, se encuentra bien lejos de Barcelona. Y es el peligro de morir en cualquier esquina por un quítame allá esas zapatillas, esa cartera o ese reloj.

Quienes hablan de Barcelona como una ciudad insegura o han viajado poco o no saben a qué se están refiriendo.