El séptimo desahucio de uno de los pisos del llamado Bloc Llavors, en la calle Lleida de Barcelona, ha sido el escenario de la rivalidad de las tres fuerzas políticas que compiten por demostrar cuál de ellas es más antisistema y antiempresa. Si estuviéramos en otra época de la historia de Cataluña, la carrera consistiría en ver dónde está la verdadera esencia anarquista.

Es tremendo porque las tres formaciones, que suman 50 de los 135 diputados del Parlament, están perfectamente instaladas en el sistema al que dicen aborrecer. Ayer, dos de ellas, la CUP y En Comú Podem, enviaron a cargos públicos al lugar de los hechos, mientras la alcaldesa jaleaba en la distancia. Es la incoherencia permanente. Dolors Sabater, una de las diputadas de la CUP que se desplazó a Poble-sec desde Badalona para impedir que se ejecutara la orden judicial, es propietaria de ocho inmuebles, según ha informado ella misma a la cámara.

El tercer partido en discordia, ERC, se ponía a la altura de estos grupos nada menos que a través del presidente de la Generalitat, quien descargaba toda la responsabilidad de lo sucedido en la justicia. Pere Aragonès, que en su día se refirió a las mujeres como “personas que menstrúan” en una inolvidable intervención parlamentaria de servilismo cupaire, sigue a rueda de los radicales. Y lo hace dando muestras de una desorientación preocupante. Lo hizo el lunes, cuando ordenó a los Mossos d’Esquadra que no llevaran armas en la ceremonia de su toma de posesión, y también ayer al señalar al juez que había ordenado la intervención de la policía autonómica en el lanzamiento de los activistas.

El TSJC hizo bien respondiéndole con los argumentos judiciales por los que el magistrado no considera que los ocupantes de la vivienda allanada estén en situación de vulnerabilidad. Al contrario, cree que se trata de un grupo de activistas profesionalizados. Una consideración que deja en un lugar poco honroso a los servicios sociales del Ayuntamiento de Barcelona, certificadores de esa presunta fragilidad social.

Mal estreno para el señor Aragonès, que entra al trapo a la primera de cambio. Reguant, Riera y compañía deben estar celebrándolo --“A este nos lo comemos crudo en dos días”--, mientras los comunes consiguen trasladar a las calles de Barcelona su papel de oposición parlamentaria. Lo que las urnas no les dio el 14F –ocho diputados, frente a los 33 del PSC--, se lo pone en bandeja el propio consistorio.

Los errores del nuevo presidente son propios de un primerizo y solo emiten malos presagios. Lo que necesita el país es una política de vivienda, no convertir la vivienda en un campo de batalla donde se cuestiona la propiedad privada (de los demás). Su obligación es proponer un marco institucional donde consensuar una política sectorial a largo plazo; su deber es tomar la iniciativa, gobernar.

En cualquier caso, sería injusto no reconocer las dificultades que Aragonès se encontrará si decide trabajar en esa línea, sobre todo en Barcelona. El equipo de gobierno de Ada Colau lo demuestra cada vez que antepone la ideología a la política de lo posible, cada vez que su dogmatismo impide solucionar problemas, como ha pasado con el local del gimnasio Sant Pau. El ayuntamiento –dice-- no puede participar en la compra de un inmueble si está por encima del precio de tasación, pero luego pone dinero sin reparos en proyectos puramente propagandísticos como ateneos populares o centros cívicos paniaguados donde se instalan sus militantes y seguidores.