En 1797, André Jacques Garnerin saltó de su montgolfiera a 350 metros del suelo en la ciudad de París y no se mató. La razón de semejante suerte fue que había empleado un paracaídas. Luego repitió suerte docenas de veces y en una ocasión, sobre Londres, saltó desde la escalofriante altura de dos mil cuatrocientos metros sin matarse. Cuando Lalande, en 1805, le añadió la válvula superior, el paracaídas adquirió su forma actual.

Pero un siglo después, en 1914 y durante casi toda la Gran Guerra, los pilotos de combate no llevaban paracaídas a bordo de sus aviones, y maldita la gracia. Si el avión sufría una avería importante o era abatido por el enemigo, la muerte era segura y ciertamente horrible. Entonces, ¿por qué no llevaban paracaídas, si ya estaban inventados?

Los comandantes de uno y otro bando creían que tener un paracaídas a mano iba en contra del espíritu varonil (sic), el honor, la caballerosidad y no sé cuántas tonterías más. Los ingenieros (y algunos pilotos de caza con tendencias homicidas y suicidas) sostenían que el paracaídas pesaba demasiado y haría perder prestaciones a sus aeroplanos. Los británicos, además, sostenían que un piloto con paracaídas sería invitado a abandonar un aparato averiado que, de otro modo, podría regresar a la base y ser reparado, que no nos regalan los aviones, ¿saben? Cada salida en aeroplano se convertía en un macabro juego de ruleta rusa y la tensión hacía mella en los pilotos.

No fue hasta la segunda mitad de 1918 que a los pilotos alemanes y austro-húngaros se les permitió llevar un paracaídas consigo. Los Imperios Centrales habían tardado cuatro años en asimilar que es más fácil y más barato fabricar un avión que entrenar a un piloto decente. Ese agosto se produjo el primer salto en paracaídas de un piloto derribado en combate, que salvó la vida. Cuarenta y dos pilotos más, en los cuatro últimos meses de la Gran Guerra, tuvieron la oportunidad de salvarse gracias al paracaídas (aunque doce de ellos se mataron en el intento).

En economía, y en política, el símil del paracaídas podría aplicarse a una cosa que una vez tuvimos llamada Estado del Bienestar y es, o fue, créanme, la más alta cumbre jamás alcanzada por la civilización occidental. Mientras que los altos mandos del ejército alemán y austro-húngaro cedieron, al fin, y permitieron el uso del paracaídas, nuestros insignes próceres insisten en quitárnoslos. En los altos comisariados de la política económica se dejan llevar por el neoliberalismo desde hace ya mucho, demasiado tiempo. Su máxima es: ¡Quita tus sucias manos del mercado, que lo estropeas!

A ver… Cualquier estudiante de economía sabe que el mercado perfecto es el sistema más eficiente y eficaz de equilibrar la oferta y la demanda y tal y cual, pero también sabe dos cosas más. Una, que el mercado perfecto es la guerra, un lugar despiadado en el que no te puedes despistar un segundo o te derriban, yendo sin paracaídas. La otra, que el mercado perfecto no existe (y, de hecho, es imposible que exista).

El mercado es imperfecto. No todos los participantes disponen de la misma información, ni siquiera juegan siguiendo las mismas reglas. Se supone que los actores son racionales, pero eso es mucho, demasiado suponer. El poder tiende a concentrarse y defenderse, casi diría que a enquistarse. Los más fuertes pueden apabullar a los más débiles y mantenerse arriba a costa de los de abajo, jugando con cartas marcadas. Todo esto salta a la vista. Por lo tanto, o se mete mano en el mercado y se regula, poco o mucho, de tal o de cual manera, o pasa lo que pasa.

Pero los altos comisariados de la política económica confunden los medios con los fines e insinúan que si uno pide paracaídas para el personal va contra la ciencia económica y una serie de estupideces por el estilo. Vamos, que el Estado del Bienestar es «poco varonil», como los paracaídas.

A modo de ejemplo, y sin ánimo de ser exhaustivo, sostienen que la cobertura social del desempleado favorece la vagancia y que las indemnizaciones por despido son malísimas; que la gente acude a los servicios de urgencias de los hospitales por vicio, que si pagaran por ello ya verías tú qué bien estaban todos de salud; que la gente no ahorra porque sabe que tiene la vejez cubierta, pero mejor que no se fíe; o preguntan, en fin, por qué tengo que pagar impuestos si se me ocurren mil otras cosas más apetecibles en las que gastar mi dinero. En resumen, reza para no quedarte sin trabajo, para no ponerte enfermo, para no llegar a viejo… Lo que asombra, visto el percal, es que la gente, la gente que más necesita el paracaídas, aplauda con las orejas semejante política.

En Cataluña, esta ideología lleva muchos, muchos años instalada en el poder y en su última fase, iniciada en 2010, se empeñó en quitarnos lo que quedaba del paracaídas, en plena caída. Para que no viéramos el trompazo que nos íbamos a dar, repartieron banderitas y nos dijeron que, si las agitábamos muy, muy fuerte, harían de alas y nos echaríamos a volar. Hoy, la Generalitat invierte 1.300 millones de euros menos en sanidad, educación y servicios sociales que en 2010, pero siguen los crédulos agitando banderitas. Esto me produce pasmo, o indignación, va por días.

¿El resultado? Sólo les pondré un ejemplo. Según Save the Children, 350.000 niños catalanes, uno de cada cuatro, viven en situación de pobreza. Las ayudas sociales a la infancia suman, en Europa, un 2,6% del PIB; en toda España, un 1,3%; en Cataluña, un 0,8%, y antes de que nadie diga nada, los datos son de antes de la aplicación del famoso 155. Esta cifra es, bajo mi punto de vista, escandalosa e inmoral. No es que no se pueda hacer más, es que no se quiere hacer más, porque hay «cosas más importantes». Ya me dirán cuáles.

Ante semejantes hechos, lo único razonable (y decente) es pedir un paracaídas al que agarrarse. En otras palabras, es luchar por las pensiones, invertir en sanidad y educación, en servicios sociales, etcétera, e intentar apañar el tan maltratado Estado del Bienestar como buenamente se pueda. En teoría, esto tendrían que hacerlo las izquierdas. Y a partir de aquí me dejo ir y digo lo que pienso, porque estoy muy cabreado.

Podrían escribirse enciclopedias sobre la crisis de la izquierda en Europa, tema aburrido y recurrente. Se resume diciendo que se olvidó de quién era y qué quería y ahora no encuentra la salida. Pero cuando surge una «nueva izquierda» para hacer a un lado a la de toda la vida, escarmentada y vapuleada por haber tonteado con el neoliberalismo, ¿qué hace? El tonto.

En Cataluña, y particularmente en Barcelona, el caso es más que preocupante; es casi ofensivo. Las encuestas dicen que el votante de Catalunya Sí Que es Pot, Barcelona en Comú, Podem… (Por cierto, ¿no podrían ponerse de acuerdo todos en un solo nombre que no preste a confusión? Gracias. Sigamos.) Decía que las encuestas dicen que tres de cada cuatro de esos votantes quisieran que el partido, o coalición, o lo que sea, se dedique a poner en práctica políticas sociales y se deje de banderitas, que bastante murga soportamos ya. Pero los números se invierten «arriba», donde tres de cada cuatro representantes de estos votantes pierden más tiempo agitando banderitas que haciendo cosas.

Hay que leer a Coscubiela dejándose ir entre líneas en su reciente libro, hay que saber escuchar las protestas que engendra la decepción. En Barcelona, cada vez son (o somos) más quienes votaron (o votamos) a Colau y se arrepienten (o nos arrepentimos) profundamente de ello. A la luz de los resultados electorales, el arrepentimiento se extiende más allá del municipio. ¿Por qué?, se preguntan los líderes. Yo les diré por qué. En su mano tienen un montón de tela y ¿qué hacen con ella? ¡Banderitas! Pues, coño, no, ¡ya está bien! ¡Queremos paracaídas!