Hay que reconocerle a la administración Colau un extraño poder de influencia en la realidad, que últimamente está poniendo en práctica algunos de sus deseos. Veamos un par de ejemplos. Poco después de que Janet Sanz declarará que había que poner en su sitio a la industria barcelonesa del automóvil (o, directamente desmantelarla), pues ya se sabe que el coche es demoníaco y que donde estén una bici o un patinete, que se quiten los vehículos de cuatro ruedas, Nissan anunció que cerraba su planta de Barcelona, dejando en la calle a 3000 trabajadores directos y otros 20.000 de empresas que colaboraban con el gigante japonés de la automoción. Tras años de quejas constantes por parte de toda la pandilla Colau acerca del asco que dan los turistas que nos visitan y nos roban el alma en chancletas y pantalón corto, el coronavirus ha conseguido que aquí no venga ni Dios y que Barcelona vuelva a ser de los barceloneses, lo cual hemos descubierto que resulta deprimente y ruinoso.

Cuando no basta con la realidad, la administración Colau tiene que ponerse las pilas para seguir adelante con su plan, que es convertir nuestra ciudad en un muermo social y un cementerio para la cultura. En este último terreno, la iniciativa del ayuntamiento común (y corriente) siempre ha sido escasa tirando a nula: para el colauismo, la cultura es siempre sospechosa de elitismo, así que no se puede esperar del actual ayuntamiento ninguna ayuda en ese sentido: que se metan los rusos el Hermitage por donde les quepa; y los del MACBA que no se confíen mucho, que igual un día de éstos hay que requisarlo para convertirlo en una pista de patinaje indoors para los pobres chavales que hasta ahora se ven obligados a cultivar su pasión por el skateboarding al raso (una vez liberada la plaza de patinadores, con un poco de esfuerzo se podría instalar en ella un bonito huerto urbano, ¿no creen?).

En cuanto a la mutación de nuestra ciudad en muermo social, yo creo que se están dando los pasos adecuados. Mientras los dueños de bares y restaurantes se están comiendo los mocos ante la ausencia de los denigrados/deseados visitantes extranjeros, en Can Colau van a una velocidad de tortuga a la hora de conceder licencias para ampliar terrazas, no se nos vaya a llenar esto de alegres desocupados dispuestos a invertir en risa y alcohol los cuatro euros que les quedan antes de que empiece en serio la pesadilla financiera en septiembre u octubre. De eso se quejaba ayer Roger Pallarols, restaurador en jefe de la ciudad, en estas mismas páginas, haciendo referencia a la cifra de negocios relacionados con el comercio y el bebercio que van a tener que chapar si las cosas siguen como hasta ahora.

Todo parece indicar que habrá que convivir con el virus de marras una buena temporada. Y que todos estamos expuestos a él. No es como el sida, que, si no eras homosexual, yonqui o haitiano te lo podías tomar con cierta tranquilidad. Con el coronavirus, te tose quien no debe y ya has pringado. Por eso esperaría uno de su ayuntamiento ideas algo más brillantes que el acoso al automovilista, la alergia a la cultura, la severidad calvinista frente al ocio nocturno y, ya puestos, la recompensa con dinero público a asociaciones supuestamente bondadosas controladas por colegas o amiguetes de la señora alcaldesa, quien, poco a poco, va viendo como Barcelona se convierte en su ciudad soñada: sin coches, sin turistas, sin terrazas, sin museos, sin actividades culturales…El paraíso de los comunes va tomando cuerpo. Puede que los demás tengamos que pringar, pero ya se sabe que no se puede hacer una tortilla sin romperle los huevos a alguien (o algo parecido) y que, en el fondo, todo lo que hace la banda Colau es por nuestro bien.

¿Verdad que se circula que da gusto por la Rambla, ahora que no hay turistas? ¿A que se aprecia mejor la suciedad del pavimento y el cutrerío de tiendas y quioscos? Si es que nos quejamos de vicio.