El otro día salí de casa con infinitas precauciones, no fuera a pillarme un coronavirus por el camino, y acudí al súper, a comprar algo de comida. Observé todas las recomendaciones y seguí las instrucciones que me dieron las cajeras, nada más entrar. Me puse unos guantes y mantuve las distancias en todo momento. Con educación y una sonrisa uno llega a todas partes y el esfuerzo obtiene una recompensa.

Entonces, un joven entró en el súper sin pararse a saludar siquiera. Una de las cajeras le advirtió de la obligación de ponerse los guantes, con educación. El tipo contestó que sólo iba "a coger una cosa" e hizo ademán de seguir su camino. Saltó la cajera y le gritó: "¡Que te pongas los guantes! ¿Que no ves que esto es serio?". A los gritos acudió deprisa y corriendo el encargado, que estaba bajo la enorme presión de organizar un convoy de papel higiénico. "¿Qué son esos gritos?", preguntó. La cajera, sin arrugarse, señaló al recién llegado. "Ése, que no quiere ponerse los guantes", dijo.

Les juro que la mirada del encargado hubiera fulminado a un sargento de húsares. Se plantó delante del fulano y le ordenó ponerse los guantes, ya. Entonces se dio la vuelta y se encaró con la cajera. Ésta ya iba a disculparse cuando el encargado, en voz alta, la felicitó: "¡Muy bien hecho! Aquí o nos ponemos todos o no vamos a ninguna parte". Les prometo que el público no aplaudió porque todos llevábamos guantes; si no, la ovación que se hubieran llevado la cajera y el encargado habría sido de campeonato. ¡Bravo!

Ahora mismo, mientras escribo el borrador de estas líneas, la gente sale a los balcones y aplaude y vitorea a todos los que están dando la cara por nosotros: a la gente que está en los hospitales, en las residencias, en los servicios públicos… al encargado del súper y a la valiente cajera que puso orden en la sala. A todos, y poco me parece el aplauso. La gente sabe a quién tiene que dar las gracias. Venga también mi reconocimiento.

En esta clase de situaciones, es la gente a pie de cañón la que nos saca del aprieto, la que cae y la que realmente nos saca las castañas del fuego. Luego están una serie de personajes que suelen ser más o menos anónimos, funcionarios con cierta responsabilidad, asesores científicos, médicos, qué sé yo, que imparten órdenes y consejos y consiguen marcar el rumbo de todo el mecanismo. Son los que saben cómo funciona todo y cómo hay que hacerlo, son, en cierto modo, el aparato del Estado.

Arriba de todo están los líderes políticos. Su función es liderar, claro. Que nos toque uno bueno al frente de una crisis es como que te toque el gordo de la lotería. Lo normal es que te toque un tipo normalito, sin grandes virtudes ni defectos. Si éste se deja asesorar por quienes entienden, todo irá bien. Su trabajo consiste en dar la cara por ellos y dejar que hagan su trabajo. También, en llevarse los palos cuando toque repartir.

Ahora bien, luego están los que ni hacen ni dejan hacer.

Señalo a ésos que se ríen en público de los muertos de Madrid o mienten sobre la requisa de mascarillas, o sobre cualquier otra cosa, porque mienten o tergiversan la realidad como respiran, casi con frenesí. No tienen vergüenza, ni sentido de la responsabilidad que les ha tocado en suerte. Señalo a ésos que transmiten odio, con estas cuatro letras empapadas de bilis, a ésos que se aprovechan la desgracia de todos para su propio beneficio político, a ésos que cometen maldades sin recato alguno. A ésos me gustaría que alguien les gritase "¡Que te pongas los guantes! ¿Que no ves que esto es serio?" en voz alta y los pusiera en su sitio. Ese alguien tendríamos que ser todos, ya les digo.

Pero no lo hacemos porque nos cuesta comprender que el mal se encarna en personajes insustanciales, para los que la mentira es una banalidad y que son capaces de cualquier vileza para darse importancia y alimentar su propio fanatismo y el de quienes, igual de ciegos, les ríen las gracias. Creemos que esa maldad no es posible, pero ahí la tienen. Quien no profesa esa fe no puede sino distanciarse de esas malas personas que riegan de odio los campos. Quizá no logremos curarlos, pero entonces lo mejor sería aislarlos y dejarlos a solas con su acritud. Pero ya, y lejos