Salía el otro día de practicar esgrima y regresaba a casa cuando descubrí, unos metros más allá, un grupo de mucha gente. Cien, quizá doscientas personas. Parecían esperar algo, impacientes. «¿Qué hace ahí toda esa gente?», pregunté. «Vienen a buscar comida», me dijeron. «Suelen repartirla en la otra calle, pero siempre que llueve vienen aquí, porque bajo este alero no se mojan», me explicaron. Sí, llovía, y corrían todos a apretujarse bajo el alero de hormigón del edificio. Me fijé: iban con carritos de la compra, bolsas de plástico, capazos; había ancianos, mujeres con sus niños, gentes de toda edad y una sola condición, la de no tener pan que llevarse a la boca.

Sabía que repartían comida un día a la semana por los alrededores de la sala de esgrima, pero tropezarte con la realidad es mucho más impresionante que leer unas palabras. Lo sabe quien escribe, que a duras penas consigue, en contadas ocasiones, emocionar al lector. Peor lo tienen los estadísticos, créanme. Las cifras son frías y crueles, pero más lo somos nosotros, que no nos dejamos impresionar por un número. A modo de ejemplo, leo que una de cada seis personas que duermen en la calle tiene trabajo, o lo que hoy en día se considera tal. Ocurre que el trabajo que existe es de tan mala calidad que no da para mucho, ni siquiera da para poco. Repito: uno de cada seis.

La Generalitat de Catalunya dejó de contar cuantos niños hay por debajo del umbral de la pobreza el año pasado porque (cito textualmente a la señora Bassa, entonces consejera del ramo y hoy en prisión) «ya son menos del 25%». ¿Cuántos serán? ¿Un 24%? Por ahí van los números. Pero ¡qué más da! Son pobres y anónimos y no votan ni tienen voz. ¿Quién habla por ellos? Lamento decir aquí y ahora que sea quien sea ha de gritar más, porque no se le oye. También es verdad que hay quien pone empeño en hacer ruido para que no se oiga.

Quien podría hablar por los que están ocultos tras el ruido de banderas, ¿qué dice? Ocupa un cargo relevante y su voz se oiría desde muy lejos. Podría decir: «Quita de ahí las banderas y vamos a hablar de algo práctico: ¿cómo hacemos para ayudar a esta gente?». Digo yo, por ejemplo. Pero las voces que llegan desde la alcaldía no parecen estar por la labor. Abren la boca y se entretienen enredándose en el juego que proponen unos trileros que han estado ocho años maltratando con especial inquina a los servicios sociales, la sanidad o la educación públicas, mientras se llenan la boca de repúblicas imaginarias, levantando barreras entre «ellos» y «nosotros» y moviendo la bolita que ahora está, ahora no está. Luego se preguntarán por qué no ganan las izquierdas, si se dejan engañar tan tontamente.