Hay un lío de los gordos en torno al estado de conservación de los cementerios de Barcelona. No sumaré nada de provecho a lo ya publicado en cuanto a la información que este y otros medios han dedicado al asunto, que esperemos que los responsables del Ajuntament resuelvan de la mejor manera para las familias afectadas. Pero el tema me ha hecho pensar en cómo nos relacionamos con la muerte.

La muerte, nuestra única certeza, es una presencia constante que nos acompaña mientras vivimos, pero a la que preferimos no mirar a los ojos. Se supone que todo humano adulto sabe qué es la muerte, pero ese saber la reduce a un fenómeno biológico, con lo cual las cosas se simplifican de forma notable. Pero resulta que jamás experimentamos la muerte como un hecho biológico: una vez muertos, ya no estamos ahí para ser sujetos de ninguna experiencia.

La muerte como tal no puede ser representada en el inconsciente, hay una falta de simbolización, hay un vacío. Es muy difícil concebir la propia muerte, si bien en la vida cotidiana podemos hablar de ella, expresar nuestra voluntad de qué queremos que hagan con nuestro cuerpo, e incluso dejamos testamentos. Pero desde el punto de vista psíquico, es imposible de representar.

Los avances de la ciencia y de la técnica nos permiten borrar nuestra condición de seres vulnerables y vivir en una negación -cuando no en una re-negación- de la muerte, de lo perecedero y del dolor. Surgen así ideales como la eterna juventud (apoyada en el auge de la cirugía plástica, donde el cuerpo pasa a ser un objeto más en la rueda del consumo) y la evitación del sufrimiento. Con estos elementos se promueve el rasgo de indiferencia, casi anestésico, que nos mantiene alejados del saber sobre el propio dolor y la muerte.

Desde que en el siglo XVII se medicalizó hasta hoy, cuando aparece invertida, la muerte ha ido entrando en negación: casi no hay duelo, se rechaza a los difuntos; el hombre ya no es dueño de su muerte y recurre a los profesionales para organizar sus ritos, como las pompas fúnebres o los servicios tanatológicos. De morir en compañía de los suyos y en su casa, donde incluso se realizaba el velatorio, el difunto ha pasado a casi no ser visto.

Así, la muerte se oculta y se vuelve obscena. Los médicos se encargan de las últimas horas y los profesionales del tanatorio, de las primeras horas del muerto. A los niños se les niega la visión del cadáver, por temor a que tengan pesadillas, y en algunos casos se les deniega la información, con la excusa de que no entenderán, que no por ser cierto tiene que ser ocultado.

En esta época que tanto valora la vigorosidad del cuerpo y la salud y persigue la ilusión de una juventud eterna, la muerte aparece como una injusticia, como un acontecimiento al que hay que resistir como sea.