Todo el mundo sabe que el Primavera Sound es un festival genuinamente barcelonés. Nació a principios de siglo en el Poble Espanyol, se trasladó al Fòrum con la complicidad del Ayuntamiento y de la Generalitat y tuvo un crecimiento espectacular hasta convertirse en uno de los principales festivales musicales del mundo. A su alrededor se ha desarrollado la sala Apolo, un sello discográfico, una radio y una larga lista de extensiones en diversas ciudades europeas y pronto americanas.

Barcelona ha creado una manera muy particular de gestionar programas y festivales musicales. Se trata de un modelo que nace de la gestión de las instalaciones olímpicas, que se nutrió de la complicidad de equipamientos como el CCCB, que generó acuerdos entre el sector público y privado en el Poble Espanyol dentro del Grec y que alumbró festivales tan emblemáticos como el Sónar, el propio Primavera o el Cruïlla (más recientemente) entre una notable multitud de experiencias menos conocidas pero igualmente relevantes.  

El Palau Sant Jordi, el CCCB, la Fira, el recinto del Fòrum, l’Auditori, el Palau o el Estadi Olímpic han sido testigos de un despliegue musical de enorme calado, protagonizado por empresas locales comprometidas con la ciudad y la ciudad les ha correspondido con complicidad y entusiasmo. Y este modelo se ha desarrollado durante 25 años en un contexto intrínsecamente urbano.

Hasta que de golpe, un día, nos damos cuenta de que algunas cosas han cambiado. Espacios que hace años eran periféricos se han convertido en nuevas centralidades habitadas, condicionadas a la mirada exigente del vecindario, y proyectos musicales iniciáticos y entusiastas se han convertido en realidades empresariales sujetas a exigencias complejas e incluso a rendición de cuentas a capitales externos. Las realidades sobre las que Barcelona construyó su modelo musical se han consolidado y los acuerdos entre las partes implicadas se manifiestan claramente insuficientes para resolver los intereses (legítimos) de cada una de ellas.

El Ayuntamiento debe atender servicios públicos y negociar nuevos acuerdos con los vecinos, dar respuesta a los proyectos que van creciendo, asegurar la diversidad de los contenidos y  generar notoriedad para el talento local. Las empresas necesitan trabajar con mucha antelación, competir en mercados globales, asegurar complejas cuentas de explotación y calcular nuevos riesgos financieros. Esas no fueron las reglas de juego sobre el que nació el modelo Barcelona. No son las reglas del pasado, pero sí son las del futuro. Y por eso hay que repensarlas.

El Primavera ha puesto sobre la mesa un debate necesario. A mi juicio de manera precipitada y poco solidaria con el conjunto de promotores y agentes del sector. Pero indiscutiblemente es un debate urgente.

Barcelona debe definir nuevos parámetros para mantener su enorme personalidad musical a partir del año 2023. Parámetros que pasan por disponer de un perímetro musical metropolitano dotado de un marco de comunicación conjunto, por una mayor corresponsabilidad en la financiación de los costes de seguridad y limpieza que generan los festivales, por un esfuerzo compartido con los ciudadanos en la gestión sonora, por soluciones imaginativas en la entrada y sobre todo el desalojo de los recintos y en el compromiso con los creadores locales. Se trata de un pacto de sostenibilidad imprescindible para mantener ese patrimonio cultural tan preciado como son los festivales musicales urbanos. Es un nuevo pacto en el que todos deben salir ganando y aunque parezca complejo Barcelona tiene la experiencia y la capacidad para conseguirlo.

Ya se está trabajando en esta dirección y probablemente hubiera sido preferible avanzar sin presiones innecesarias y distorsiones mediáticas porque nunca ayudan a clarificar los intereses implicados. Pero da igual, todo proceso de cambio comporta torpezas y desajustes que al final damos por buenos si se consiguen los objetivos deseados.