Cuando los recortes ahogan al Estado del Bienestar y uno de cada seis catalanes está esperando una intervención quirúrgica o una prueba médica que no llega, cuando uno de cada tres niños catalanes viven en la pobreza o están a punto de caer en ella, cuando docenas de miles de personas dependientes ya han muerto antes de poder recibir la ayuda a la que tenían derecho, hablar del presupuesto de cultura podría parecer obsceno. Sin embargo, créanme, la cultura es muy importante.

El argumento más manido a favor de la cultura es considerarla como un negocio. El sector cultural mueve tantos millones, crea tantos puestos de trabajo o atrae a tantos miles de turistas; es un sector dinámico, con un gran potencial de crecimiento, etcétera. Todo eso será cierto y es bueno recordarlo, pero la industria de la droga mueve más dinero, si nos ponemos. No, no es esa la razón que nos mueve a defender la cultura.

Una sociedad que promueve actividades culturales y sostiene instituciones como los museos, las salas de concierto, los archivos documentales o los centros de creación artística, que muestra interés tanto por la ciencia como por las humanidades, es una sociedad abierta y rica, en la que fluyen las ideas propias y ajenas, cosmopolita, dialogante, bienaventurada, capaz de tejer redes sociales complejas más allá de los estrechos límites de una frontera, una lengua, una ideología u otro prejuicio cualquiera. Es decir, será una sociedad que albergará la esperanza del progreso, que no siempre ni exclusivamente es material.

La cuestión es que esta concepción de la cultura, la ciencia y las humanidades exige una masa crítica, un volumen mínimo de personas y medios que sólo se da en las grandes ciudades. En ellas se cultiva (de ahí viene la palabra «cultura») y crece. Luego se extiende por todas partes y beneficia al conjunto. Por eso las ciudades son el máximo exponente de la civilización y el núcleo alrededor del cuál todo gira.

En Cataluña, el único lugar con la masa crítica suficiente para generar esta atmósfera creativa y enriquecedora es Barcelona y su área metropolitana. Aquí se imprimen los libros, conviven los artistas, se concentran las instituciones culturales, como es natural. Por eso y muy especialmente, el poquísimo interés de los gobiernos de la Generalitat de Catalunya en eso de la cultura afecta muy especialmente a los barceloneses y a sus opciones de futuro.

Gracias a los esfuerzos de nuestros preclaros líderes patrios y municipales, una ciudad interesante, rica y viva como era Barcelona va camino de ser una aburrida capital de provincia. Cítenme algún acto cultural de relevancia internacional que haya tenido lugar en Barcelona en los últimos cinco o diez años. Si dan con alguno, premio; si dan con más de uno, verán que la lista es alarmantemente corta.

Sólo uno de los doce principales equipamientos culturales de Cataluña no está en Barcelona o su área metropolitana. En 2009, la Generalitat de Catalunya invirtió en ellos más de 67 millones de euros; en 2019, un 33,5% menos, sin llegar a los 45 millones. Es más, ahora pretende recortarse un 6% de este presupuesto. Los expertos advierten que, ahora mismo, la situación es insostenible y que esta política está arruinando el tejido cultural de la ciudad (y de Cataluña, que viene a ser lo mismo). Arruinarlo es facilísimo; volverlo a crear es larga y difícil empresa y todo indica que nadie está por la labor.

El presupuesto de Cultura dentro de los presupuestos de la Generalitat de Catalunya lleva demasiado tiempo por debajo del 1%, una cifra insignificante. Más que un presupuesto de cultura, es un presupuesto de incultura. A modo de comparación, el Ayuntamiento de Barcelona gasta un 5,7% de su presupuesto municipal en Cultura y gasta más en museos en Barcelona que la Generalitat de Catalunya en todo el país.

El 5,7% contra el 1% es un contraste más que llamativo y una señal de alarma. O reivindicamos más inversión en cultura o más pronto que tarde seremos insignificantes.