Un directivo de AENA preguntó una vez a un periodista por qué escribía casi siempre en negativo sobre el Aeropuerto de El Prat. La respuesta fue muy clara: los aeropuertos son unos lugares a los que uno llega como ciudadano y, de inmediato, se convierte en súbdito. Y no súbdito de un poder estatal o supranacional; queda a merced del buen o mal humor de cualquiera de los empleados. Apenas cruzada la puerta, sus derechos menguan a una velocidad superior a la de los aviones. Y eso, en El Prat, se nota especialmente.

La mayoría de la gente que trabaja allí no descarga sus malos humores sobre los viajeros y, gracias a ello, la cosa se hace más llevadera. Es la organización global la que no tiene en cuenta para apenas nada a los usuarios.

En El Prat, hay dos terminales y los servicios en una y otra son muy diferentes, en perjuicio de la Terminal 2, en especial en su zona C (donde antiguamente estaba el puente aéreo). Allí el espacio de espera, sea para embarcar o porque se acuda a recibir a alguien, es menos que escaso y, además, se halla situado en plena corriente de aire, algo muy conveniente en invierno, si se quiere pillar un buen resfriado. El aparcamiento de esta misma zona C, utilizada por compañías de bajo coste, tiene un pasillo cubierto que lo une a la terminal. Idóneo para, por ejemplo, casos de lluvia, y que permite, además, salvar un tráfico endemoniado que ha exigido badenes para evitar accidentes. Está cerrado. Y no de ahora, hace bastantes años.

En la Terminal 1 la zona de llegadas apenas dispone de sillas y éstas se hallan colocadas de forma estratégica para lograr que no haya modo de ver las pantallas que informan (es un decir) de los horarios de vuelos. Una información que resulta de escasa utilidad, porque la que facilita Google es mucho más rápida y fiable. No es infrecuente que un vuelo figure como no aterrizado cuando sus ocupantes ya se han comunicado desde el suelo con los allegados que han ido a esperarlos.

Tomar un café o comer algo sólo es posible a precios de hotel de cinco estrellas, aunque la calidad sea muchas veces la de un antro.

Para no hablar del mal funcionamiento de algunos servicios de tierra, por ejemplo, los que hacen que el tiempo que discurre entre el aterrizaje de un avión y la entrega de maletas sea en El Prat tan dilatado que hay vuelos que duran menos que la espera junto a la cinta transportadora. Y eso que algunas puertas de embarque están a más de 15 minutos del punto de recogida de equipajes. Y no parece que sea un problema de los trabajadores sino más bien de cómo están organizados y, probablemente, sobreexplotados al amparo de esa reforma laboral que no acaba de ser modificada en sus aspectos más lesivos para los asalariados.

Hay normas que no dependen de la dirección de El Prat, entre ellas, la prohibición de entrar botellines con agua. Valen en todos los aeropuertos, al margen del absurdo que signifique no poder entrar una botella con líquido, pero sí comprarla en el interior a precio de cava de lujo. Se trata de una más de las cesiones hechas por los poderes públicos a los lobbies de las empresas de seguridad, que nadan en la abundancia gracias a normas disparatadas supuestamente obligatorias por la lucha contra el terrorismo.

En su brillante libro Homo Sapiens, Yuval Harari reflexiona sobre las muertes producidas en 2010 por los terroristas: fueron 7.696. Ese mismo año, el número de fallecidos por obesidad superó la cifra de los tres millones y los muertos por violencia criminal fueron más de medio millón. Es evidente que la lucha antiterrorista no es la razón verdadera de tanta arbitrariedad en los aeropuertos. Cada vez que alguien cruza esos detectores de metales que obligan a la estupidez de quitarse el cinturón y dejar un cortauñas hay que obligarse a pensar en la evidencia que se desprende de los datos de Harari: “El azúcar mata más que la pólvora”, pero no se lucha contra él con la misma contundencia porque combatir la obesidad no produce sometimiento. Las humillaciones en los aeropuertos, sí. Y eso es precisamente lo que se busca: educar al ciudadano en la obediencia. Convertirlo en súbdito.