La alarma duró lo que se tardaba en leer la noticia, unos pocos minutos, pero no hay que descartar que las autoridades competentes vuelvan a la carga un día de éstos. Se trataba de un globo sonda sobre la posibilidad de prohibir fumar en las terrazas de los bares de Barcelona, como si Europa nos hubiese pegado la bronca por culpa de nuestra recalcitrante costumbre de envenenarnos lentamente con el tabaco y no porque los miles de coches de Barcelona y Madrid contaminen el aire que da asco. Parece que a las vacas, cuyas ventosidades agujerean la capa de ozono cual disparos de ametralladora, ya las hemos dado por imposibles (recurro al reino animal porque estoy impactado aún por una foto de Boris Johnson sujetando una gallina en un corral de Gales) y que nadie piensa decirles a los veganos que sus cuescos tienen un olor mucho más letal que el de los carnívoros, a causa de la extraña putrefacción de los vegetales (a los veganos los saco a colación porque me tienen frito: ¿cómo se puede vivir sin jamón? Si los árabes comiesen jamón, no existiría el terrorismo yihadista).

La noticia sentó como un tiro a los fumadores, que se sienten perseguidos, ¡y con razón! -hace años, en un bar de Nueva York, estaba tomando un trago con una amiga y el camarero me conminó amablemente a irme a fumar junto a un árbol que estaba exactamente a un metro de la mesa, lo cual permitía la conversación, pero me hacía parecer un excéntrico- y a los dueños de los bares, que ya se tuvieron que dejar una pasta tiempo atrás para un acondicionamiento de sus locales que no sirvió para nada: cuando ya habían creado una zona de fumadores en el interior, la prohibición se extendió a todo el establecimiento.

Todos sabemos que fumar es malo para la salud. Nos lo recuerdan hasta en las cajetillas, cargándose diseños estupendos sin que los miles de artistas gráficos que hay en esta ciudad hayan expresado la más mínima queja (no se puede tratar así al gran Raymond Loewy). Pero el fumador ya renunció hace tiempo a fumar calentito y se pela de frío en las terrazas invernales porque no le queda más remedio. ¿Pretenden ahora que tampoco fume al aire libre? ¿Acabarán los fumadores como acabé yo en aquel bar del Village, hablando a distancia con los amigos?

El fumador se ha convertido en el mozo de azotes de la sociedad contemporánea: todo lo malo que sucede es culpa suya. Mientras tanto, los coches siguen enguarrando el ambiente, las fábricas matando los ríos, las vacas cargándose la capa de ozono y los veganos inficionando el aire que respiramos con sus pedos vegetales. Quedo a la espera del tatuaje obligatorio en la frente del fumador que diga “Me gusta el tabaco. Mátame, por favor”.