El Ayuntamiento de Barcelona no piensa exigir a quienes han destrozado media ciudad que asuman los costes de los destrozos. No sólo no se personará como acusación (sí que lo ha hecho contra diversos policías que intervinieron el 1 de octubre) sino que dispondrá de una cantidad cercana a los 10.000 euros para financiar las defensas de los alborotadores. Es de suponer que se buscarán despachos afines (con dinero por medio, siempre los hay).

Ada Colau se declara con frecuencia republicana y probablemente lo sea, pero en estos asuntos, dispara con pólvora del rey. Es decir, dispone que el dinero de todos se gaste de modo absolutamente atrabiliario y lo hace porque no es suyo. No hay otra explicación consistente.

La actitud de los Comunes en Barcelona es mucho más que curiosa. Se ven obligados a la defensa de los derechos de quienes, vulnerando la ley, pretendían realizar un simulacro de votación el 1 de octubre de 2017 y también de quienes estos días se han sentido autorizados a arrasar el mobiliario urbano, quemar contenedores, acudir a las manifestaciones con escarpas y martillos para levantar las losetas y utilizarlas como arma arrojadiza. Pero no se sienten obligados a defender los derechos de la parte de la ciudadanía que quiere desplazarse por la ciudad.

A lo que parece, defienden una extraña libertad de expresión (que incluye lanzar piedras y pedruscos) pero no son partidarios de la libertad de movimientos. Al menos, no creen que deban garantizar la anómala pretensión de los ciudadanos de ir adónde quieran ir. Menos mal que no creen, como Elisenda Paluzie, que para que el independentismo sea noticia todo vale: desde quemar Barcelona hasta atentar contra las vías del tren.

Lo que hay detrás de una posición tan inconsistente es una actitud despótica, basada en la creencia de que la alcaldesa es propietaria de la ciudad y que no necesita dar explicaciones de lo que hace. De ahí que acepte que las calles son y serán de los que se dicen sus propietarios (para siempre) y no del conjunto de los barceloneses. En el fondo, es algo similar a los condenados por la Gurtel o a los acusados del 3%, que se creen con derecho a apropiarse de lo de los demás. Ada Colau no se queda el dinero de nadie, pero gasta el dinero de todos de forma absolutamente injustificada y caprichosa: a unos les reconoce el derecho a destruir y a los otros les impone la obligación de pagar.

Conviene no olvidarlo: el dinero no es un bien infinito sino escaso. Los más de tres millones que habrá que gastar en rehacer calles, reponer contenedores y reparar marquesinas y otros elementos urbanos, es dinero que no podrá ir a guarderías municipales o vivienda social. Suena demagógico, pero no deja de ser verdad. Salvo que al consistorio se le ocurra poner un nuevo impuesto finalista destinado al pago de lo que destruyan los violentos.

Y eso sin contar con lo que antes se llamaba “lucro cesante”, es decir, el dinero que se deja de ganar por motivos absolutamente ajenos a la propia actividad. La última estadística de asistencia a espectáculos mostraba una caída del 70% desde que empezó el follón. Un 70% que nadie recuperará. Lo mismo ocurre con el consumo caído en locales comerciales de todo tipo del centro de la ciudad. Pero ¿qué es eso comparado con el bien supremo que prometen los independentistas? Debe de ser el equivalente al purgatorio cristiano. Expiados los pecados por no comulgar con las ruedas de molino del independentismo, a todos espera el paraíso de una Cataluña gobernada al alimón por Torra, Comín y Junqueras en la que Ada Colau sería alcaldesa perpetua de una Barcelona que podría promocionarse como lugar de manifestaciones para grupos violentos. Un lugar donde destrozar es gratis.