Hace muchos, muchos años, cuando éramos niños, mi padre nos llevaba los domingos por la mañana a la Plaça Reial. Aun hoy presidida por aquella escultura de bronce de las Tres Gracias, había en la plaza un ambiente curioso, medio de estraperlo, medio de la típica avaricia del coleccionista: todo clandestino. Mi padre compraba moneda romana y muchos otros buscaban sellos isabelinos y vaya usted a saber qué otras cosas singulares.

Un día entramos en la tienda-taller del taxidermista, hoy penosamente convertido en restaurant para turistas con el mismo nombre. Íbamos los tres chicos mayores, pero no teníamos  casi uso de razón. Había en el ambiente polvo en suspensión con abundancia de ácaros. Un microclima seco, como las pieles de aquellos animales: conejos, liebres, zorros, tejones, ginetas, garduñas. También había aves: tordos, estorninos, codornices, becacinas, torcaces, perdices, becadas y avefrías, patos y faisanes. Pegado al techo, un ventilador de aspas de tipo colonial espantaba las moscas.

El suelo estaba forrado con pieles de cebras, antílopes y otros herbíboros de la sabana. Al andar, el sonido de nuestros pasos quedaba amortiguado por tantas pieles alrededor. Colgados de las paredes, cráneos cornudos y torsos amenazantes nos miraban por las cavidades del hueso o con unos grandes ojos, estúpidos, de cristal coloreado: la mayoría eran rumiantes. Había también, con más polvo, algunos felinos. Se veía que eran de exposición, y no de clientes reales. Aquellas criaturas carnívoras, ágiles y en otro tiempo peligrosas, estaban como atrapadas por el tiempo, agarradas por la muerte. Un gran oso con las fauces abiertas, de pie, y con las zarpas en alto te daba la bienvenida. Aquellas zarpas de color rosa, en mi mente de niño, me recordaban a la textura del chiclé de moda por entonces: el Bang-Bang.

El arte de la taxidermia depende de la pericia escultórica del taxidermista, que debe, primero, esculpir la silueta de cada animal. Además, el taxidermista, como el encuadernador de libros, o el restaurador de arte, tiene trucos y sustancias secretas, ácidos poderosos que transforman el aspecto último de la realidad. Gracias a todas esas sustancias, tienen el poder de detener el tiempo sobre la materia orgánica y generar imaginarios salvajes en medio de la ciudad, en el domicilio de un cazador o un maníaco coleccionista de pellejos inmundos. Todo taxidermista viene a ser un mago, un escenógrafo, un vampiro nocturno o un adicto al gin-tonic con abrigo de leopardo. Podría ser, como Norman Bates en Psicosis, un paranoico.

Seguramente, cada noche aquellos animales despertaban de su inmovilidad y empezaban a luchar ferozmente entre sí, mordiéndose en el cuello, dándose golpes, embistiéndose y odiando en una batalla a muerte. Animales irracionales presa de sus instintos, al caer la noche su sangre les bullía a altas temperaturas y se asesinaban entre sí. Allá fuera, en la Plaça Reial, todo quedaba en silencio y Barcelona dormía aparentemente en paz.

No nos engañemos: esos monstruos nocturnos disecados son nuestros políticos de las Municipales de Barcelona. La impresncidible Ada Colau (Barcelona en Comú) deberá levantarse de sus fracasos como la gran bestia negra de la ciudad. Alfred Bosch (ERC), un herbívoro por excelencia, aprovechará los réditos de su falsa prudencia ante el Procés. Jaume Collboni (PSC), un felino sindicalista, afilará sus garras nuevamente. Neus Munté (PDECat), la soberanista de CiU, deberá conjugar la astucia de un depredador carnívoro, y Manuel Valls (Ciutadans) necesitará saltar como un gamo de elegante cornamenta para caer definitivamente de pie. Quedan nombres y alianzas por saber. Pero el arte de la política tiene que ver con la muerte y con dejarse la piel.