Caminar por el centro de Barcelona, aun cuando, como este fin de semana, la ciudad está menos densa gracias a un largo fin de semana festivo, se ha convertido en un ejercicio desolador. A la horda turista, vestida ya como si viniera a Copacabana a pesar de que la temperatura aún no alcanza los 20 grados, la ciudad le aporta un cada vez más desvencijado escenario como de cartón piedra. Brotan lugares nuevos, pero nada más nacer parecen ajados, deslucidos, porque el brillo de su novedad se parece mucho al que emanan las joyas de baratillo.

Ya sé que seguirán surgiendo de todos los rincones amantes de Barcelona que me desmientan, que intentarán convencerme de que la otrora ciudad prodigiosa continúa siendo una de las bellezas del Mediterráneo y blablablá; no niego tampoco este costado seductor que, como una vieja prostituta, la ciudad sigue explotando para todo aquel que siga dispuesto a sacar generosamente los billetes de la cartera.

Lo cierto es que, mientras más que caminar corría, para volver a refugiarme velozmente en casa, no tuve suficiente con los dedos de ambas manos para contar, en un recorrido de cuatro manzanas, la cantidad de cafeterías-panaderías que siguen brotando aquí y allá. Son como el rastro que se puede apreciar en algunas aceras, una pátina de mugre grasienta que, a fuerza de la costumbre, señala el trayecto que cada día, a la hora del cierre, recorren las bolsas de basura desde la parte trasera de esos locales hasta el contenedor más cercano. Una huella indeseable de algo que se pudre. En este caso, Barcelona.

El auge de estos locales —algunos pertenecientes a cadenas de franquicias, algunos producto del oportunismo de empresarios con ansia de dinero fácil y rápido— se explica por el deterioro de la economía local y global, que abarca, cómo no, a la horda turista: el mundo, y Barcelona como parte de él, es cada día más cutre. Vivimos en un mundo donde lo que importa es aparentar, como cualquier palurdo aparenta que se divierte en una imagen subida a Instagram o Facebook. Y así, la apariencia de estos locales es reluciente, pero cuando uno entra y observa la calidad de los materiales, el detalle de los acabados, cae en la cuenta de que también es como cualquier selfie: una sonrisa de quita y pon, más falsa que un euro de madera.

La cutrez es el substrato necesario para estas panaderías de diseño. El negocio hunde sus raíces en la economía y en las modas, es decir, en lo que moldea la ideología imperante. Hasta hace poco se multiplicaban los restaurantes de comida basura (hamburgueserías, pollofritorías y otras lindezas), donde es posible saciar el apetito por poco dinero; pero, claro, ahora ya casi cualquiera sabe que ciertos venenos emponzoñan la sangre. Así que ha llegado el recambio para la fritanga: bajo la consigna de que el pan no puede ser malo para nadie, allá vamos en busca de nuevas maneras baratas de llenar la barriga. No entraré en esta columna a valorar la calidad de ese pan y esos bollos procedentes casi todos de producción industrializada, esto es harina de otro costal.

El éxito, que ya veremos cuánto dura, de las panaderías-cafeterías en Barcelona se debe a la pobreza, a que mucha gente no tiene para gastarse más que un par de euros al día y así calmar el hambre, y en su auxilio ahí están, sostenidos por el rodillo capitalista, el café con leche, el bocadillo y el bollo industriales.