Leo en este diario que pintan bastos para el Poble Espanyol de Montjuïc desde que empezó la pandemia del coronavirus, que se pierde dinero a espuertas y que a la gente le cuesta acercarse a él (entre otros motivos, intuyo, porque está en el quinto pino). La noticia me causa cierta pena, aunque no tengo derecho a quejarme: llevo años sin poner los pies en el Poble Espanyol, limitándome a admirarlo a distancia, de la misma manera que recuerdo mi estancia en Las Vegas en el ya lejano 2005 (donde aproveché para casarme con una chica de Barcelona que creí que me duraría toda la vida, pero no fue así... En fin, eso ya es otra historia).

Siempre he apreciado el punto delirante que une al Poble Espanyol con Las Vegas: son sitios falsos, llenos de imitaciones, pero resultan acogedores y entrañables (por no hablar de que las aguas del hotel Venetian están más limpias que las de los canales de Venecia, aunque el gondolero cante O sole mio con acento del medio oeste). Hace años, había un par de bares en el Poble Espanyol a los que me gustaba ir, aunque haya olvidado sus nombres. Y lo que más me gustaba, una vez me había cocido convenientemente, era dar una vuelta por aquel falso pueblo y encontrar juntos edificios que en la vida real están a miles de kilómetros (hay cosas de quince comunidades autónomas), lo cual me daba una bienvenida sensación de irrealidad, como si me hubiera tomado un ácido y estuviera tripando en colores. Ahora que lo pienso, debería haber recurrido al LSD en algunas de mis visitas.

El Poble Espanyol se inauguró en 1929, coincidiendo con la Exposición Universal celebrada en Barcelona ese mismo año. Se iba a llamar Iberona, pero el general Primo de Rivera decidió que Pueblo Español sonaba mucho mejor. La idea se le ocurrió al arquitecto Puig i Cadafalch, quien dejó la cosa en manos de sus colegas Francesc Folguera y Ramon Raventós y de los artistas Xavier Nogués y Miquel Utrillo. En principio, el conjunto debía ser demolido al cabo de seis meses, cuando concluyera la Exposición Universal, pero acabó quedándose ahí para los restos, controlado por el ayuntamiento, cuyas diferentes administraciones no se lucieron mucho a la hora de convertirlo en una inversión rentable. Tras décadas de desidia, en 1986, Pasqual Maragall pasó la gestión del asunto a manos privadas, y así se ha mantenido hasta ahora, cuando todo iba la mar de bien hasta que llegó el coronavirus y le causó un daño considerable a esos 49.000 metros cuadrados de España en Cataluña (es raro que los diferentes gobiernos lazis nunca hayan tenido la brillante idea de echar abajo el Poble Espanyol precisamente por eso, por español, pero vamos a dejarlo porque tampoco es cuestión de darles ideas).

Espero que el Poble Espanyol sobreviva a la crisis, aunque ya estoy mayor para tomarme un ácido e irme a deambular por sus calles de cartón piedra cualquier noche de éstas. El arquitecto Óscar Tusquets es adicto a uno de sus locales, El tablao de Carmen, y hay quien me asegura que siguen en pie algunos bares interesantes (lástima que ya no beba). El Poble Espanyol es mi Las Vegas particular y fui muy feliz en ambos lugares. Con eso me basta.