¿De dónde han salido esos niñatos acampados en el centro de Barcelona?

En su mayoría son hijos de papá (aunque cabe que alguno no lo sea). Se diría que burgueses de casa bien, pero sus aspiraciones no son burguesas, sino pequeñoburguesas. Son los pijoflautas. Anuncian que van a hacer la revolución y que ésta triunfará, sin lugar a dudas. Pero, por si no triunfa, no descuidan el expediente académico que les permita disponer de un buen curriculum. En las oposiciones a la Generalitat, haber dormido al raso algunos días acabará siendo un mérito. Si se han tirado piedras y quemado contenedores, preferentemente sin riesgo a ser detenido, entonces la cosa va para nota y se puede aspirar a director general o consejero. Si Puigdemont y Torra han llegado a presidente, las aspiraciones de cualquiera dejan de tener límite.

Son estudiantes de día, de noche y a la hora de la siesta. Nada que ver con los hijos de los obreros del pasado que compaginaban los estudios con algún trabajillo, casi siempre a jornada completa, que medias jornadas no se estilaban. No. Ellos conocen bien el paño: quizás no sepan demasiadas cosas, pero desde pequeños han aprendido a superar exámenes. En eso son buenos, de ahí que pidan un examen único y saltarse todo el trabajo intermedio que no pueden hacer porque están entregados a vivir como revolucionarios de salón y mesa camilla. Por eso los rectores, que ya son funcionarios, apoyan a sus futuros colegas. Por eso y porque el poder cercano lo ve con buenos ojos.

Y ahí están las universidades catalanas reconociendo el esfuerzo de sus retoños en destrozar Barcelona (con la anuencia de Ada Colau y el aplauso de Quim Torra).

Esos chavales acampados en la plaza de la Universitat, en Barcelona, los que cortan el tráfico en Gran Vía, Meridiana y Diagonal, estudian en universidades serias, donde dan clase profesores que pueden aspirar a ocupar un alto cargo del gobierno preferentemente autonómico o municipal.

No todos los profesores universitarios son iguales. Algunos han decidido plantar cara al poder más cercano (el de los alborotadores que amenazan, apoyados por la Generalitat) y defender el derecho de quienes, por no tener un papá rico, desean estudiar para abrirse camino en el futuro o por pura voluntad de conocimiento. Pero lo que importa es ver la reacción de los que llevan birrete de rector y cosas similares, manifestándose contra la sentencia del Supremo y favor del amarillismo dominante.

Estos rectores son gente seria, dedicada a la química, la matemática, la biología, la ingeniería. Salvo Jaume Casals, rector de la Pompeu Fabra, que se dedica a la filosofía y publica regularmente, científicos rigurosos de obra no siempre reconocida, a veces porque ni siquiera es conocida. Tal vez les ocurra como aquellos científicos de los que hablaba Bertrand Russell: son minuciosos y precisos en el laboratorio, pero olvidan toda precaución cuando se lanzan a hablar de fútbol, religión o, claro, política.

Algunos han explicado en sesudos artículos que la función de la universidad es universalista y, por lo tanto, nada queda fuera de su alcance. Ninguno ha recordado que, si en las universidades hay algún tipo de saber, no lo tienen los alumnos sino los profesores (o mal vamos). Ninguno ha recordado a esos alumnos que los derechos son universales: no sólo afectan a quienes acampan y queman Barcelona, también al resto de los barceloneses.

Es curioso echar un vistazo a la valoración que reciben las universidades de Barcelona y sus alrededores en el ámbito internacional. La clasificación más aceptada, la de Shanghai, sitúa a la UB en el puesto 151; la Autónoma, más allá del 200; la Pompeu, por debajo del 300; la UPC, no llega al 600. Fuera de Barcelona, las de Girona y Lleida se hallan situadas entre el 700 y el 800, en la honrosa compañía de la Rey Juan Carlos (donde obtienen sus títulos Cristina Cifuentes y gente así).

Esos pijoflautas que okupan Barcelona están, en realidad, haciendo un máster en quema de contenedores, cortes de trenes y carreteras e imposición de las creencias propias. Y exigen la vía de Pablo Casado: que ni siquiera haya que ir a clase. En Barcelona, se puede.